La ensayista Irene Lozano desenmascara en su ensayo «Lenguas en guerra» la forma en que los nacionalismos utilizan el catalán, el gallego o el vasco como «moneda de cambio política» y tratan de aniquilar una realidad bilingüe. «España -dice- no puede perder el privilegio de su lengua común».
La conveniencia de cuestionar «verdades» instaladas más a fuerza de reiteración e imposición que de honradez intelectual ha llevado a Irene Lozano a huir del fango de la corrección política en su obra «Lenguas en guerra», galardonada con el Premio Espasa de Ensayo 2005. En un terreno pantanoso, anegado de ampulosos ropajes identitarios y abonado por una insidiosa «culpabilización» del español, Lozano argumenta sólidamente cómo a las lenguas se les ha arrebatado en España «la inocencia original» de su función de intercambio y comunicación para convertirlas en un elemento de exclusión y discriminación que no se corresponde con su realidad social e histórica. En Cataluña, en el País Vasco, en Valencia o en Galicia. «Es una falacia -dice- cómo utilizan los nacionalismos la expresión «lengua propia», porque igual de «propio» es en todas las Comunidades autonómas el español. Tenemos la inmensa fortuna de disfrutar de una lengua común».
-El PSOE acaba de aceptar que el nuevo Estatuto de Cataluña recoja el «deber» de conocer el catalán. ¿Cómo interpreta el hecho?
-En primer lugar, con sorpresa, porque el pasado mes de mayo el Partido Socialista no estaba de acuerdo con ese punto, y ahora sí. Una vez más, se está utilizando la lengua como moneda de cambio, en una intragable equiparación simbólica del catalán y el castellano, por encima incluso del criterio del Tribunal Constitucional, que ya calificó en su sentencia 84/1986 como contraria a la Carta Magna la imposición del «deber» de conocer el gallego en la Ley de Normalización Lingüística de esa Comunidad autónoma de 1983. Creo que los socialistas se suben ahora al carro de una interpretación flexible de la Constitución y aducirán que el deber de conocer el castellano no tiene por qué excluir el deber añadido de conocer otra lengua en un determinado territorio, pero ese camino es muy peligroso por el uso que el nacionalismo puede hacer de él, como filtro laboral y elemento de discriminación. No es una medida lingüística, sino política, que implica primar a los comprometidos con una determinada ideología, a los «aculturados» en el catalanismo. En esa línea va igualmente el hecho de que en Galicia se estén eliminando los test en castellano en algunas oposiciones.
-La tesis principal de «Lenguas en guerra» es que el bilingüismo es lo verdaderamente «propio», frente a la exclusión del español en las regiones que además hablan catalán, vasco o gallego…
-Es lo natural, porque ha sido así durante siglos. Hasta la dictadura de Franco en España nunca hubo una utilización ideológica sistemática del español. Ha sido la lengua de comunicación aceptada y libremente asumida en todas las regiones sin la percepción de que la generalización de su uso significara el aplastamiento de las lenguas minoritarias, porque han coexistido. El hablante la valoraba, y la valora, como instrumento útil, como «lengua franca». Salvo algunas leyes del siglo XIX sobre la obligación de redactar la documentación en castellano que nunca llegaron a ser de general aplicación, en España la construcción nacional jamás se sustentó sobre la lengua mayoritaria, como sí ocurrió por ejemplo en Francia, Alemania o muy especialmente Italia. En esos países el ideal revolucionario o el romántico, según el caso, sí contribuyeron a la asfixia de las lenguas minoritarias. En España no.
-Usted recuerda en su libro un factor importante, que es la diferencia entre competencia y uso de una lengua…
-Claro, porque con las políticas de normalización se generaliza la competencia, pero no se logra imponer el uso. Con las «inmersiones» es cierto que un porcentaje creciente de los ciudadanos de esas autonomías es «competente» en catalán o vasco, o sea, capaz de comprenderlo y de utilizarlo, pero el «uso» no se incrementa ni mucho menos al mismo ritmo que la competencia. Actualmente, el uso del catalán en Cataluña está en un 50 por ciento y el del euskera» en el País Vasco en un 15. Incluso se está detectando que en determinados medios sociales ese uso está descendiendo. Esto queda fuera del control de los políticos. Muchas veces se exige el catalán para acceder a un determinado trabajo y luego no se usa en ese ámbito laboral. Pero al impregnar el conocimiento y uso de la lengua de la adhesión a unos determinados valores se hace saber, en definitiva, que quien la haga suya va a gozar de unos determinados privilegios. Se convierte la lengua en un factor de discriminación.
-También analiza cómo el franquismo ha distorsionado este debate…
-Sí, por dos factores fundamentales: Primero porque ideologizó de forma generalizada la lengua española (la del «imperio»), y en segundo término porque al convertir al catalán, al gallego o al vasco en lenguas marginadas en los espacios públicos aproximó a los sectores nacionalistas y a la izquierda, lo que consolidó una sintonía que no es natural y que ahora sigue vigente. No olvidemos que la raíz de la izquierda es internacionalista. El tradicionalismo catalanista defensor a ultranza de la lengua es de raíz ultraconservadora, igual que el vasco que, después de haberse fundado en la raza, traspasó esa identificación excluyente a la lengua porque el nazismo y la Segunda Guerra Mundial convirtieron en inaceptables los planteamientos etnicistas. A unos y a otros, nacionalistas e izquierda, los unió en la dictadura su condición de «víctimas» y esa anomalía pervive hasta el punto de que se convierte hoy en la «pinza» que pretende culpabilizar a la lengua, al español, lo que considero un gravísimo error. Esto provoca que hoy en Cataluña la «normalización» atenace a la sociedad y que, como reacción a este y a otros excesos, haya nacido la plataforma de Albert Boadella.
-Además, su ensayo reflexiona sobre cómo han cambiado las tornas: antes del franquismo se reivindicaba la españolidad de las otras lenguas peninsulares (salvo el portugués, claro) y ahora ese planteamiento es marginal en todos los foros de discusión.
-Así es. En 1931, con la llegada de la Segunda República, se debatió si se debía denominar a la lengua oficial español o castellano porque muchos diputados de la periferia consideraban que ello podría poner en cuestión la españolidad de las demás lenguas. Gabriel Alomar, intelectual y parlamentario mallorquín argumentó su temor de que se negara el carácter español a la lengua catalana. Ahora el interés de los nacionalismos extremistas es el contrario, el de negar a toda costa la españolidad de las otras lenguas.
-¿Por qué se convirtió en lengua común el español, si, como usted defiende, sólo durante durante unas pocas décadas ha funcionado a golpe de imposición?
-Precisamente por su carácter de lengua dúctil, sin temores a la «contaminación». Siempre se ha dicho que el euskera fue la «partera» del castellano, al que debe su fonética, las cinco vocales. La realidad lingüística bilingüe de muchas zonas de España no es de anteayer y está magníficamente reflejada en las glosas de San Millán de la Cogolla donde se han encontrado acotaciones a lo escrito en latín en castellano y en euskera. Aquellos cenobitas eran perfecta y naturalmente bilingües. Luego, el español se extendió y generalizó en América más por el empuje de la burguesía de los nuevos Estados después de independizados que bajo dominio del «imperio». De hecho, antes se había considerado que para la evangelización eran más útiles las lenguas indígenas, y ocurrió que algunas de ellas incrementaron su implantación mientras aquellos territorios fueron españoles. El Imperio español se fundó en la fe, no en la lengua.
-Otro dato interesante es que la Constitución de la II República impedía cualquier tentación de arrinconar al español…
-Sí, en el artículo 4 se decía literalmente que «a nadie se le podrá exigir el conocimiento ni el uso de una lengua regional». Otro aspecto importantísimo es que se salvaguardaba el derecho de todos los ciudadanos a no verse privados del acceso al español culto, a través del artículo 50, que estipulaba que era obligatorio «el estudio de la lengua castellana, y ésta se utilizará también como instrumento de enseñanza en todos los centros de instrucción primaria y secundaria de las regiones autónomas».
-Sin remontarnos a esos años, hoy en día tampoco en el resto de Europa se suelen utilizar las lenguas minoritarias como las únicas vehiculares para la enseñanza…
-España es hoy con diferencia el país más proteccionista con las lenguas minoritarias. Algunos aspiran a que esto sea como Suiza, con sus cuatro idiomas oficiales, pero es realmente absurdo porque nosotros tenemos la suerte y el privilegio de contar con una lengua común y ellos no.
-¿Por qué considera tan dañino el concepto de «lengua propia» que esgrimen algunos nacionalismos?
-Al menos es uno de los más insidiosos, porque no responde a la realidad. Es lamentable cómo se recoge ese concepto, por ejemplo, en el Estatuto de Baleares. Lo que implica tal uso de «propia» es que la que no es esa lengua queda catalogada como «ajena», lo que relega al castellano a la categoría de algo artificial e impuesto. Se impregna de valores a la «lengua propia» frente a la otra. Es una estrategia delirante, casi como del siglo XIX. Tiene únicamente el propósito de proyectar todos los sentimientos del grupo sobre lo particular.
-¿Hay actualmente persecución del castellano en Cataluña o el País Vasco?
-El término «persecución» es duro y hay que matizarlo mucho. Sí hay persecución moral y dificultades objetivas para escolarizar a los niños en castellano. Ahí se demuestra que al español no se le da la misma consideración que al catalán. Y en el País Vasco la imposición del euskera es especialmente artificial, dado su nivel de uso. En el País Vasco y en Galicia hubo una renuncia de las élites sociales a la lengua, porque se asociaba el gallego y el vasco al mundo rural. El castellano tuvo una rápida penetración en el País Vasco en buena parte por la enorme fragmentación dialectal del euskera, circunstancia que lo hacía menos útil para la comunicación.
-¿Es la actual Constitución culpable de esta «guerra de lenguas»?
-Sí, en parte. En ese aspecto de la Constitución hubo absoluta dejadez. En su redacción se dejó el terreno abonado para los problemas cuando ni siquiera se enumeran las otras lenguas de España. Ahí cabe todo, el bable, el canario… Además, la Carta Magna comete el error de ceder al poder autonómico la regulación de la lengua, lo que ha propiciado que se intente convertir a la lengua minoritaria en dominante y excluyente. Para los políticos es una ventaja, porque les otorga parcelas de poder y de influencia, pero para los ciudadanos es un grave perjuicio.
«Eliminar el castellano de las escuelas es una desgracia»
Irene Lozano (Madrid, 1971), licenciada en Lingüística Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y periodista, acumula ya una fértil trayectoria como escritora. Hace sólo diez meses alumbró la ambiciosa biografía «Federica Montseny. Una anarquista en el poder» (Espasa). Anteriormente había publicado «Lenguaje femenino, lenguaje masculino, ¿condiciona nuestro sexo la forma de hablar?» (Ediciones Minerva, 1995). El Premio Espasa de Ensayo 2005 por «Lenguas en guerra» la ha refrendado como una voz nítida y original: «Los hablantes están demostrando que usan la lengua que les resulta eficaz y satisfactoria en cada momento, más que la que se les impone por decreto, por mucho que se empeñen siniestras «oficinas de vigilancia lingüística». Está demostrado que es la lengua materna la que se transmite como lengua de habla a la siguiente generación, no la de la escuela. Así, nos podemos encontrar con un panorama de futuros ciudadanos que no dejarán de hablar en español aunque se les haya educado en catalán o vasco, y a los que, sin embargo, se les habrá privado del castellano culto, que hasta la introducción de estas políticas se adquiría en el sistema educativo. Es un empobrecimiento atroz y una desgracia».
ABC, 2/1/2005