Lluís Bassets-El País
El presidente huido es un lastre y una vergüenza para los catalanes, independentistas incluidos. Su oportunista terquedad sólo puede llevar a la parálisis política y a la continuación de la ruina económica
El independentismo tiene derecho a hacer gobierno. Las tres formaciones que votaron en favor de la república catalana el 27-O tienen suficientes diputados para gobernar y no hay ningún otro bloque de partidos que tenga suficientes diputados para oponerse. JXC, ERC y CUP tienen pues todo el derecho a investir a un presidente de su gusto y luego la obligación de gobernar, con una única y muy importante limitación: deben respetar el marco legal estatutario y constitucional que los ha llevado a presentarse a las urnas y a obtener el mandato de gestión de sus electores.
No hay mandato en cambio para proclamar ninguna república ni para restituir al presidente destituido Puigdemont en la presidencia. El hecho de que estas tres fuerzas lo hayan puesto en su programa electoral y que este programa haya obtenido los votos suficientes para tener la mayoría absoluta de diputados no constituye ningún tipo de plebiscito ni por la república ni por Puigdemont. Si se cuentan los votos, como el independentismo ha intentado en otras ocasiones, tienen más los que no quisieron votar ni por la república ni por Puigdemont. Hasta tal punto que Ciudadanos, la primera fuerza política, es la más radicalmente contraria a ambas cosas.
El independentismo tiene pues los diputados para hacer gobierno y para ello es necesario que se presente en el Parlamento un candidato dispuesto a presidirlo. Puigdemont huyó y dejó en la estacada a su gente, al vicepresidente Junqueras y a buena parte del PDCat, y ahora pretende que una votación tan compleja como la del 21-D se convierta en el mandato para recuperar el despacho que abandonó antes de que nadie emitiera ninguna orden de arresto contra él.
El presidente destituido es un caso muy característico de la irresponsabilidad y la frivolidad de la que han hecho gala una buena parte de los dirigentes independentistas. Quiere repicar e ir a la procesión, o como dicen los franceses, quiere la mantequilla y el dinero de la mantequilla. Pocos políticos han conseguido llegar tan lejos en su inconsecuencia. Ahora mismo, un político coherente, en lugar de seguir emitiendo mensajes desde Bruselas, hubiera ya vuelto a Barcelona y se hubiera preparado a enfrentarse con todas las consecuencias a sus responsabilidades ante la justicia. Desde la nueva situación hubiera tenido mucha más autoridad para pedir el voto de investidura a la presidencia de la que tiene ahora, cuando no se sabe dónde comienza su defensa jurídica y donde terminan su propuesta política, o su rivalidad y su juego sucio con un Junqueras que, por contraste, se está convirtiendo en ejemplo de coherencia y de dignidad.
Carles Puigdemont, al contrario de lo que él predica, es el auténtico presidente del artículo 155. La aplicación de este artículo de la Constitución, que él provocó, es lo que le ha dado una nueva vida política, después de haber fallado estrepitosamente a todos, a los que querían que convocara elecciones y los que querían que se hubiera comportado como una persona decente y moral tras protagonizar un hecho tan grave como proclamar la república, para luego abandonar inmediatamente el Palau y el Gobierno. Su astucia rocambolesca no deja de ser una mascarada para huir de las acusaciones de traición y de cobardía.
El presidente huido es ahora un lastre y una vergüenza para los catalanes, independentistas incluidos. Su persistente y oportunista terquedad sólo puede llevar a la parálisis política y a la continuación de la ruina económica iniciada este otoño, tras las nefastas jornadas parlamentarias del 6 y 7 de septiembre. La restitución absurda que pide en el cargo que abandonó con nocturnidad y alevosía es el peor servicio que puede hacer a Cataluña, porque conduciría al mantenimiento del 155 e impediría por tanto la plena recuperación de la autonomía. El mandato en forma de conminación para restituirlo en la presidencia es tan inexistente como el de las elecciones supuestamente plebiscitarias del 27-S de 2015 y después del falso plebiscito del 1-O respecto a la declaración unilateral de independencia que se hizo el 27-O.
La propuesta de Puigdemont consiste en seguir en la agonía interminable del proceso prorrogado infinitamente en nombre de un proyecto que ya no tiene ni rumbo ni fisonomía y vive sólo de su oposición cada vez más irracional al sistema constitucional español y al Gobierno de Rajoy. Lo mejor que podría hacer Puigdemont es dejar de martirizar a los catalanes con sus ocurrencias y propuestas ridículas de repúblicas virtuales gobernadas desde las redes, que contribuyen al desprestigio de Cataluña y de sus instituciones, y en nada hacen avanzar, al contrario, la causa que dice defender.