ABC 10/07/14
FERNANDO R. LAFUENTE, DIRECTOR DE ABC CULTURAL
«Sí, hacía falta Isabel, muchas Isabeles, no para arrastrarse, de nuevo, en los lodazales de la pedagogía surgida de un nacionalismo vulgar y vocinglero, que ya soportamos durante décadas, sino para modernizar la mirada, recuperar la memoria»
LA serie de TVE Isabel se estrenó en septiembre de 2012. El éxito –para bien de todos los creadores y hacedores de cada capítulo– de espectadores y crítica fue inmediato y, cosa rara aquí, unánime. Los guiones, las interpretaciones, la dirección, la ambientación, el fondo histórico, la dramatización y la producción mostraban un poderoso dominio del género, un rigor muy agradecido por el televidente, y una singular trama que, sin perder un ápice de rigor, obligaba a seguir cada plano con excepcional interés. Isabel era la asignatura aprobada de algo siempre pendiente. La Historia de España, contada desde la intrahistoria unamuniana, eso que Shakespeare, primero en el teatro isabelino, y después Balzac en la novela decimonónica, y ahora en el cine y las series serias de televisión, entendían como «la historia privada de las naciones». También sorprendía, muy gratamente, que por mucho de entretenimiento que se requiera en el medio, esta se rodó con un celo especial a la hora de respetar los hechos que sucedieron y atender a los documentos que acreditan determinados comportamientos, así como narrar las decisiones que se tomaron, como es habitual, atendiendo a las circunstancias de cada momento. Ejemplar. El asunto era de órdago. Nada menos que se pretendía contar, y se cuenta, el nacimiento de un nuevo Reino surgido de la unión de las dos Coronas más influyentes y poderosas de la Península Ibérica: Castilla y Aragón. Después, se llamaría España.
Pero no se trata aquí de meterse uno, filólogo al fin y al cabo, al terreno, bien complejo, de la Historia, y si es la de España, ni hablemos. No. Se trata de relatar cómo un comentario, al albur de la proyección de la serie cada semana y en sus dos temporadas, surgido de la conversación en el café, en el metro o el autobús, en encuentros informales de fin de semana, en cenas y saraos varios, lejos de eruditas elucubraciones historiográficas o sofisticadas estrategias políticas (si lo de sofisticado y político no es un oxímoron); es decir, un comentario surgido de la gente común, se elevaba y se convertía en protagonista una y otra vez. El comentario era, también, una pregunta: «¿Por qué esto no se ha hecho antes?», se interrogaban los más voluntariosos; «llega con veinte años de retraso», respondían los más desilusionados, o cansados de tanta tergiversación de las cosas que ocurrieron, y de la farra nacionalista. Es probable que Isabel, la excelente Isabel, con los primeros guiones de Javier y Pablo Olivares, con la sobria y eficaz dirección de Jordi Frades, con la confianza en la excelencia de la creación por parte de la productora catalana Diagonal y con el formidable elenco de actrices y actores que desfilan por cada capítulo: Michelle Jenner (Isabel), Rodolfo Sancho (Fernando), Pablo Derqui (Enrique IV), Bárbara Lennie ( Juana de Avis), Sergio Peris-Mencheta (Gonzalo Fernández de Córdoba), Ginés García Millán ( Juan Pacheco), Pablo Casablanca (el arzobispo Carrillo), Ramón Madaula (Gonzalo Chacón), Pere Ponce (Cárdenas), Jordi Díaz (Cabrera), Daniel Albadalejo (Alfonso V de Portugal), Lluís Soler (Fray Hernando de Talavera) y tantos otros, haya llegado tarde, porque la opinión también ha sido unánime: «Series como esta relatan lo que une, no lo que separa»; pero sin el secular martirologio patrio, pensemos que
Isabel para esta hora de España es como en el tango, y tratándose del asunto de que se trata más vale: «Veinte años no es nada».
La cuestión se bifurca en diversas direcciones. Por un lado, la sensación de millones de personas de que interesa conocer el pasado y contarlo –ya sabemos que «toda historia es historia contemporánea» (Croce)– en términos próximos, alejado de la grandilocuencia pasada o el desarraigo presente; por otro, el inesperado y gozoso éxito de espectadores pegados cada lunes a la pantalla de La 1 de TVE, y la posterior venta a más de una veintena de países, entre ellos México, Reino Unido, Rusia, Francia… Si alguien busca un sentido a eso de la Marca España, aquí encontrará cientos de respuestas. La cosa es que a diferencia de los británicos, que han hecho de su Historia una industria cultural, ya sea de tiempos pasados y remotos ( Los Tudor) o contemporáneos ( El discurso del Rey) o actualísimos ( The Queen, La Dama de Hierro), además de todas las hazañas bélicas de la Primera y la Segunda Guerra Mundial, bajo formatos diversos, aquí se había producido un alejamiento, no cauteloso, sino temeroso, que resultó temerario, de mostrar, bajo el clásico modelo dramático, capítulos esenciales de la historia común. ¿Qué decir de la orfandad de figuras clásicas de la literatura, la política, los viajes, en la Televisión? ¿Qué apasionante serie resultaría una revisión de la vida tormentosa de Cervantes (se rodó una en los años ochenta) o la de Lope de Vega, llenas de intrigas, traiciones, viajes y venganzas? ¿Cómo es posible que la mejor película rodada sobre la presencia de España en América todavía sea la británica Lamisión, cuando los documentos que podrían servir como base para guiones de la calidad de los de Isabel están al alcance de la mano y son extraordinarios, como los escritos por Bernal Díaz del Castillo o Cabeza de Vaca? ¿Cómo olvidar el fascinante capítulo del enviado por Godoy como espía al norte de África, Domingo Badía (Alí Bey), que resultó ser el primer occidental, camuflado, antes que Burton, que pisó La Meca?
Sí, hacía falta Isabel, muchas Isabeles, no para arrastrarse, de nuevo, en los lodazales de la pedagogía surgida de un nacionalismo vulgar y vocinglero, que ya soportamos durante décadas, sino para modernizar la mirada, recuperar la memoria, narrar las cosas que vibran en los archivos y que esperan regresar a la conversación y a la memoria, de manera libre y crítica, mordaz y atractiva. Tzevtan Todorov ya advirtió que una de las amenazas más latentes del totalitarismo (y nacionalismos de toda clase) surgido en el siglo XX era la eliminación de la memoria, y algo más letal: el olvido y la manipulación. De ahí la sorpresa de Isabel. Se cuenta la Historia, pero con las luces y las sombras, con los puntos negros y con los cielos abiertos. La única forma de entenderla.