Como sabrás, y habrás celebrado en nombre de la libertad, el Consejo de Estado ha dictaminado que puede practicarse el burkinismo en las playas de Francia. Es, pues, un gran momento para legislar adecuadamente sobre la práctica. Las autoridades locales francesas no deberían tardar en crear playas islámicas (Islamaplages), debidamente acotadas para que las mujeres y hombres que gustan de la práctica puedan ejercer su libertad sin mayor problema. Así sucede desde hace tiempo con el nudismo, una práctica que se sitúa en las antípodas del burkinismo pero que, como ella, rompe el consenso sobre el atuendo que rige en el espacio público. El burkinismo y el nudismo comparten problemas eminentemente simbólicos. Podrían objetarse algunos otros vinculados con la higiene y la seguridad públicas, pero no son relevantes.
Para la mayoría de las personas la exhibición pública, y sobre todo promiscua, de los órganos del sexo y la defecación atenta contra esa parte de la moral que llamamos la estética. Tal vez nadie lo haya dicho como Oscar Tusquets en aquellas líneas donde relataba el porqué se había decidido a escribir Contra la desnudez: «Allí, tendidos boca abajo, contemplamos el espectáculo: una nórdica, entrada en años y en kilos, sale del mar y se dirige, tan ufana, en absolutos cueros, a la toalla que se encuentra frente a nosotros. Una vez allí, al tiempo que se inclina para cogerla y sacudir la arena sobre nosotros, nos ofrece un alucinante primer plano de su deprimente trasero. Pero no es sólo esto lo que me deja anonadado, no, lo que me deja patidifuso y me convence de que un día acabaré por escribir estas reflexiones es que de las profundidades de sus adiposas nalgas aparece, inconfundible, el blanco cordelito de un támpax».
Aparentemente, los problemas del burkinismo son de otro orden. Una mujer cubierta de la cabeza a los pies es para la mayoría de occidentales el símbolo de una opresión y de una crueldad intolerables. Supone, además, una inflación de dios en el espacio público, laico por definición. Occidente tardó siglos en organizar esa tolerancia y es ahora, ¡en nombre de la supuesta tolerancia!, que la intolerancia regresa. Los reaccionarios de todos los partidos han salido a defender la libertad de las burkinistas. A mí, que lo sepas, esa libertad no me importa lo más mínimo. Entre otros motivos porque soy incapaz de discernir las intenciones. No sé ni puedo saber si dentro del bañador están dios, el califa, el marido, la obesidad, la agorafobia o la pijería kitsch de Neuilly. Como a los más honrados de los que defienden la prohibición de la prostitución o de las corridas de toros, a mí no me importa si el burkinismo degrada o no a la fátima, sino cuánto me degrada a mí. Toda legislación o decisión que parta de los derechos humanos de las burkinistas tendrá siempre ese aroma desagradable del paternalismo, de un Estado o de una civilización que quiere salvar a las sometidas, sin que las sometidas lo hayan reclamado. Y resultará un argumento vulnerable cuando, en nombre de esos mismos derechos humanos, las burkinistas defiendan su potestad para vestir como les dé la santísima, bien santísima, gana. Lo que hacen todos los reaccionarios, que ante el burkinismo invocan la palabra libertad sin que se les queme la boca, es ocultar la verdadera razón de su conducta, que no tiene que ver con la tolerancia sino con el miedo. El miedo es legítimo: excepto cuando se burkinea. Si el atuendo no estuviera vinculado a la tragedia del terrorismo y al único peligro real de disidencia que hoy afronta la civilización, no habría ni prenda ni palabra. Excuso decirte hasta qué punto ese vínculo insoslayable hace más imperiosa la rebelión laica y democrática contra el burkinismo y sus apaciguadores.
El burkinismo atenta contra aquella parte de la estética que llamamos moral. Pero junto a la irrevocable declaración de principios, es decir, junto a la evidencia de que ninguna persona libre puede aceptar sin conmoción y sin rebeldía que otra vista el uniforme de la esclavitud, hay también una repugnancia. Es la misma que me producía la visión y el olor, más o menos imaginario, de los refajos de mis abuelas. Lo más importante de mi edad alude a las mujeres. Yo he visto cómo aquellos bultos de luto adquirían con el paso de las generaciones la forma de una mujer. Cómo ocupaban el espacio público y cómo hacían infinitamente más rico e interesante el espacio privado, empezando por el nuclear espacio de la cama. Editorial Funambulista publicó un libro del escritor rumano Mircea Cartarescu, con traducción de Manuel Lobo. Se titula Por qué nos gustan las mujeres. Da unas cuantas razones irrebatibles: «Porque tienen pechos redondos, con pezones que se yerguen por debajo de la blusa cuando tienen frío, porque tienen un trasero grande y rollizo, porque tienen caras de rasgos dulces como las de los niños, porque tienen labios decorosos y lenguas que no te repugnan. Porque no huelen a transpiración o a tabaco barato y no les suda el labio superior. Porque se dibujan y se pintan la cara con la atención concentrada de un artista inspirado. Porque tienen la obsesión de la delgadez de Giacometti. Porque descienden de las niñas. Porque se pintan las uñas de los pies. Porque son extraordinarias lectoras para las que se escribe tres cuartas partes de la poesía y de la prosa del mundo. Porque las enloquece Angie de los Rolling. Porque las enloquece Cohen. Porque sostienen una guerra total e inexplicable contra las cucarachas. Porque incluso la más dura business woman lleva bragas de florecillas y encajes enternecedores. Porque te dicen te quiero justo cuando menos te quieren, como una especie de compensación. Porque no se masturban».
Hace unos días, en un partido olímpico de voley-playa, una fotografía encaró a una burkinista con una jugadora alemana. Una extendida pusilanimidad pilatesca dijo no sé qué de dos culturas. Una indecencia incurable añadió que los dos cuerpos, el amorfo y el formateado, representaban la misma opresión. Estuve mirando la foto bastante rato. Reunía todos los cruces éticos y estéticos que pueden pedírsele a un momento. Pensé que yo llevaba más de medio siglo observando cómo las mujeres se han quitado cosas: pieles, hierros, caspas. El prodigioso espectáculo. Miraba, y por más que miraba, inducido por la explicación mísera, hipócrita, lacerante de los pies de foto, sólo veía una mujer.
Pero sigue ciega tu camino
A.