JON JUARISTI, ABC – 17/08/14
· El nuevo islam del terror globalizado arrasa las formas tradicionales de la vida musulmana valiéndose de las redes sociales.
Repican interminablemente las campanas de la pequeña catedral de Korcula mientras parte la procesión de la Gospa, la Señora, y recuerdo de pronto aquello de estar repicando y en la procesión, un decir que, como el de predicar y dar trigo, no dice ya nada a estas jóvenes generaciones que todo lo merecen. Aquí, el día de la Asunción de la Virgen no es como en el resto del mundo católico. Tiene una significación añadida. El 15 de agosto de 1571 una tempestad desbarató la flota turca que asediaba la ciudadela. Casi todas las galeras se hundieron y las pocas que lograron escapar tiraron al mar sus armas: culebrinas, cimitarras y azagayas. Algunas de ellas se conservan en la catedral, junto a una inscripción en latín que atribuye a la Virgen la salvación de la ciudad. La Gospa oyó las súplicas de sus fieles –de los hombres que guardaban las almenas y de las mujeres, niños y viejos refugiados en la catedral– y alborotó las aguas y las nubes.
Fue una de las escaramuzas preliminares de lo que se conoce por batalla de Lepanto, la más alta ocasión que los tiempos vieron, como la definió un mutilado español que se batió en la misma. He visto muchos cuadros de la batalla de Lepanto, magníficos cuadros encargados por papas y reyes, pero la verdad de los acontecimientos casi nunca está en las obras de los grandes artistas, sino en los relatos de la gente común que tomó parte en ellos. Relatos orales y pintados, como los humildes exvotos de los soldados y marineros que antes del combate se encomendaban a la Virgen de su pueblo. Siendo de poco valor artístico y monetario, se perdieron en su mayoría, pero conjeturo que se representarían en ellos, además de los recuerdos reales de los comitentes, algunas de las supersticiones que recogen la Vidadelcapitán
AlonsodeContreras y otras memorias de bravos desharrapados y alatristes, como aquella de que los cuerpos muertos de los cristianos flotaban boca arriba, sonriendo por haber alcanzado la visión beatífica de los bienaventurados, y los de los turcos, boca abajo, para ocultar la mueca de desesperación de los condenados por toda la eternidad.
Lepanto frenó definitivamente la expansión mediterránea de un islam otomano que ya iba de capa caída. Fue una suerte para Europa, pero todavía estuvo a punto de tomar Viena y no se le expulsó de Grecia y de los Balcanes hasta tres siglos después.
Con todo, y con ser una religión de esclavos en la cual hasta el sultán se consideraba un esclavo de Alá, el otomano fue, con mucho, la más moderada y soportable de las variedades históricas del islam, una religión de ciudades pluriétnicas, de corsarios y renegados, mercaderes y jenízaros, con logias de derviches y místicos sufíes. Tan distinta de esta forma globalizada del islam yihadista, polífobos, destructor de ciudades, desertizador. Un Islam para los desesperados y los desarraigados, para los perdedores radicales, según la acertada expresión de Hans Magnus Enzensberger.
Una religión de degolladores y violadores de niñas, que desde Nigeria a Pakistán está arrasando las formas tradicionales de la vida comunitaria musulmana, no importa si sunitas o chiítas, a base de difundir una pornografía del terror por las redes sociales tanto de Occidente como de la Casa del Islam: Califatos del rencor, nuevos campos ubicuos de la muerte.
JON JUARISTI, ABC – 17/08/14