José María Ruiz Soroa-El Correo

  • No reconoce derechos iguales a todas las personas que caen bajo su gestión y poder

Es frecuente en la opinión pública occidental la afirmación de que Israel es la única democracia de Oriente Próximo, una especie de islote de libertad en un ambiente de autocracias y tiranías impregnadas a veces de islamismo radical. Lo que inclina ya de entrada nuestro ánimo en su favor. Y, sin embargo, tal opinión puede ser cuestionada con fundamento.

No se trata del severo juicio crítico que merece su comportamiento militar en Gaza en la represión del grupo terrorista islamista Hamás. Las democracias también recurren en ocasiones a comportamientos contrarios a las leyes de la convivencia y de la guerra. Léase ese monumento literario que es ‘El diálogo de los melios’ de Tucídides para ver cómo las gastaba la democracia ateniense de Pericles con aquellas ‘poleis’ que no le apoyaban en su imperio: el exterminio. Y sin embargo se la toma por modelo esplendoroso de sistema democrático.

Tampoco cuestiono la democraticidad del Estado gobernado por Benjamín Netanyahu desde el ángulo de las recientes leyes que han limitado la independencia y capacidad del Poder Judicial para controlar al Ejecutivo, y que no merecen sino el calificativo de iliberales. Podría hacerlo, pero este hecho no es particular de Israel, sino común a una deriva contraria al Estado de Derecho que levanta su cabeza y prospera en otros países como los de Visegrado y amenaza incluso en España. No. Si cuestiono la condición democrática de Israel es concreta y específicamente por la relación que, después de más de setenta años de existencia y crecimiento territorial y poblacional, ese Estado mantiene con esas personas sometidas a él que llamamos genéricamente ‘palestinos’, por mucho que bajo tal apelativo se integren diversas categorías

Por un lado, está la relación con los palestinos que permanecieron en 1948 en Israel, que forman el 20% de la población y a los que se reconoce la ciudadanía israelí, pero se les niega la nacionalidad desde el momento en que el Estado es un «Estado nacional judío» desde la Ley Fundamental de 2018. Ya no rige para ellos el principio de igualdad de ciudadanía que proclamó Ben Gurión en la Declaración de Independencia de 1948 y son discriminados en diversos aspectos de su vida cotidiana.

Por otro lado, tenemos a los palestinos que huyeron de las matanzas de 1948 (los refugiados) y que malviven en los campos ayudados por Naciones Unidas. Estos expulsados carecen de cualquier derecho para Israel y, ante todo, del derecho a volver a sus propias tierras que, por contraste amargo, se garantiza magnánimamente a cualquier judío del mundo entero.

Y luego están los palestinos de los territorios de Cisjordania, Golán, Gaza y Jerusalén Este que fueron ocupados (algunos anexionados) en la guerra de 1967 y a los que no se reconoce condición jurídica (el derecho a tener derechos), aunque se les gobierna y controla con mano dura, permitiendo cierta actividad de gestión a la Autoridad Palestina privada de soberanía efectiva. Tampoco se les reconocen los derechos de población civil ocupada en una guerra a pesar de la Convención de Ginebra. Además, están siendo objeto de un proceso acelerado de colonización violenta que les arrebata sus tierras y los encierra progresivamente en islotes aislados y de vida precaria. Con ese archipiélago sin futuro sigue fantaseando retóricamente la diplomacia bienqueda que se puede construir un Estado palestino, soñado en Oslo en 1992 y hoy ya hecho inviable por el expansionismo rapaz de Israel.

Resumen: toda la Palestina histórica está hoy dominada y gobernada por Israel. Entre sus 14 millones de habitantes están la categoría de los israelíes judíos, con plenos derechos, la de palestinos israelíes con limitados derechos (aunque mucho mejor que en las autocracias árabes) y los palestinos expulsados/ocupados carentes de todo derecho. La segunda y tercera suman mayoría.

Así las cosas, Israel está en vías de lograr ser un Estado judío y un Estado territorialmente completo con el control efectivo de todas las regiones y comarcas bíblicas o históricas. Lo que no puede, además, es ser un Estado democrático puesto que no reconoce derechos iguales (y la igualdad intrínseca de los gobernados es requisito de la democracia) a todas las personas que caen bajo su gestión y poder desde hace cincuenta años o más. Es lo que se ha popularizado entre los expertos como ‘el trilema de Israel’: no puede simultáneamente ser un Estado Judío, un Estado que gobierne toda la tierra ocupada pero no reconozca como nación distinta a su población y un Estado democrático. O mejor dicho, será democrático pero solo para su minoría étnica nacional, como la República de Sudáfrica lo era en tiempos para los blancos o Estados Unidos antes de Lincoln.

Para los demás, para los palestinos, el régimen será de momento el de un ‘apartheid’. Y, probablemente, a la larga, un recuerdo: la dinámica prevalente augura un futuro desplazamiento total de los palestinos fuera de las fronteras israelíes, para que el trilema pueda finalmente resolverse, como lo fue el nudo gordiano: de un tajo.