JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO
- Italia importa por sí, y no sólo por su efecto sobre Europa, ya que, en el éxito de su lucha por recuperar sus viejos valores, se juega también el nuestro
I talia no goza en el imaginario popular español de la imagen política que su historia y reciente pasado merecen. Se la ha tomado, a veces, entre nosotros un poco a chirigota, evocando, los más viejos, la supuesta poca gallardía de sus tropas en nuestra Guerra Civil o recordando, los que no lo son tanto, las películas de Alberto Sordi con que entretuvieron su aburrimiento en los más oscuros años del franquismo. Hasta su lengua -la de Dante- se ridiculiza con tan escasa gracia como sobrada irreverencia. Pero esta desdeñosa imagen que nos hemos hecho dice, quizá, más del nuestro que del país vecino. A mí, al menos, me trae a la memoria aquel machadiano ‘Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus harapos, desprecia cuanto ignora’. Porque, sea por lo que fuere, la cercana Italia nos resulta lejana e ignorada. Despectiva e infundadamente, ignorada.
Por ello, tras las elecciones que allí se celebraron el pasado domingo, los comentarios que aquí se han hecho han versado más sobre la repercusión que sus resultados pudieran tener en la Unión Europea que sobre los efectos que vayan a causar en el propio país que las ha protagonizado. ¡Como si nada mejor pudiera esperar para sí misma una Italia enfrascada en su infinito fracaso! Y, sin embargo, hay una pregunta que convendría responder antes de aventurarse en disquisiciones de dudoso fundamento. Es la pregunta que, en referencia a su país, Perú, agobiaba a Zavalita desde el inicio de la novela de Mario Vargas Llosa ‘Conversación en la Catedral’ y que ahora, trasladada a nuestro caso, a nosotros nos toca contestar: ‘¿En qué momento se jodió Italia?’. Si acertamos con ella, la respuesta podría darnos pistas de lo que está pasando en ese país y más allá.
La memoria es corta. Justo antes de Berlusconi, a quien tanto se ha citado como iniciador del colapso sistémico que vive Italia, habría que remontarse hasta aquel proceso de ‘tangentopoli’ y ‘mani pulite’ en el que un reducido y valiente grupo de magistrados, dirigido por Antonio di Pietro, dio al traste con el corrupto entramado empresarial y político que, en los 90 del pasado siglo, asolaba a Italia. Quiso ser punto de inflexión. Pero, de pretendido lavado, quedó en un proceso de mero centrifugado que arroja ahora prendas de distinta etiqueta, pero idéntica factura. Porque de los deshechos de los tres grandes partidos que, refundados sobre las ruinas del fascismo y de la guerra, se erigieron en el soporte de una pujante República -el democristiano, el comunista y el socialista-, sólo se salvaron solitarias figuras que, como Pertini en los años previos a la debacle, o Napolitano y Mattarella en los inicios ya de este milenio, se han empeñado en salvar desde la Presidencia, con escaso éxito, por cierto, a los dispersos náufragos que bracean en el incesante temporal.
En lugar de aquellos, la Forza Italia del aventurero Berlusconi, la Lega Nord, convertida cínicamente por Salvini de liberadora de la Val Padana en partido nacional, el Movimento Cinque Stelle, que tanto vale para el populismo de Beppe Grillo como para la frustrada ambición de Giuseppe Conte, o los Fratelli d’Italia, a quienes el apelativo de fascistas viene grande y banaliza además el horror de aquella época infame, tratan, todo ellos, de repartirse los despojos de un pasado que ni les pertenece ni merecen.
Y, bajo este mediocre y poco fiable liderazgo, que ha convertido la antigua grandeza en impostura, se agita, zarandeado de uno a otro extremo, un pueblo, entre cínico e iluso, radicalmente politizado antaño y ogaño desencantado, que, en una suerte de ejercicio de prueba y error, camina de tumbo en tumbo, elección tras elección, buscando, sin, por ahora, encontrarlo, un nuevo orden que le devuelva el respeto, el prestigio y la grandeza de los que siempre se sintió ufano. No merece tal país ser ignorado y despreciado. Antes de lo que a la UE pueda afectar la deriva de Italia, uno de sus más entusiastas fundadores, nos debería preocupar cómo podrá ésta reencontrar el liderazgo renovado que la lleve a restaurar los viejos valores en que fundó su República y que la hicieron merecer universal admiración. Ni Italia hundirá la UE ni la UE mantendrá a flote Italia. No es cosa que se arregle con las ayudas del Next Generation. Italia será el que ella misma decida hacer. Y su búsqueda y acierto podrían marcar el rumbo también hacia un futuro como el nuestro, que amenaza con acabar no menos inestable y zarandeado que el suyo. Que Italia tenga éxito en su empeño no nos es, pues, en absoluto indiferente.