FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS
- Lo que en realidad debería preocuparnos es el porqué de estas sacudidas que de forma creciente afectan a las democracias contemporáneas: Meloni no es más que un síntoma
La reciente política italiana ha funcionado haciendo un extraño péndulo entre populismo y tecnocracia, como si no fuera posible encontrar una vía media, la política democrática normal. En el primer campo nos encontramos con personajes como Romano Prodi, Mario Monti o Mario Draghi, llamados en su día a encauzar los destrozos provocados por los Berlusconi, el Movimiento 5 Estrellas de Beppe Grillo, o La Liga de Matteo Salvini. Correcciones racionales instadas por Bruselas frente a los excesos de la política pasional. Pero el péndulo va también en la otra dirección. La tutela tecnocrática no deja de ser una anomalía democrática. Ahora parece que estamos ante un nuevo desplazamiento hacia el otro extremo, el populismo protagonizado por uno de los personajes políticos más controvertido de los últimos años, Giorgia Meloni.
Lo fascinante del caso italiano es que exhibe de forma meridiana, casi en clave de farsa, algunas de las patologías de la política democrática contemporánea, esa extraña pinza que la comprime desde la pura gestión de la complejidad, por un lado, y el libre fluir de las emociones primarias, por otro. Pathos y logos, simplificación y complejidad, intereses nacionales y cooperación transnacional o comunitaria. Italia como amplificado bosquejo de lo que en el fondo está presente por doquier. No nos equivoquemos, no es un caso aislado; es la proyección hiperbólica de nuestros temores hacia el devenir de la democracia. Quizá por eso mismo se está sometiendo a Meloni a tan atento escrutinio. La inquietud predominante es que un gobierno dirigido por ella —y con indeseables como Berlusconi y Salvini— desatienda los cada vez más rígidos compromisos derivados de las habituales demandas comunitarias, a las que ahora se suma la excepcionalidad de la situación bélica en Ucrania, la crisis energética o la inflación galopante. Es decir, el temor a que la ideología —el corazón, más bien— predomine sobre el pragmatismo, que no dé su brazo a torcer.
Lo que en realidad debería preocuparnos, y aquí todos nos vemos reflejados en el espejo italiano, es el porqué de estas sacudidas que de forma creciente afectan a las democracias contemporáneas. Meloni no es más que un síntoma. ¿Por qué estamos perdiendo los puntos de equilibrio? ¿Por qué no hemos encontrado todavía una fórmula idónea para atender a los nuevos desafíos sin que se extienda el descontento? Por utilizar ese barbarismo que Olaf Scholz ha conseguido hacer universal, es obvio que nos encontramos ante una Zeitenwende, una cesura temporal entre un mundo que se resiste a morir y otro que está por nacer. Pero para comprender lo que ocurre seguramente necesitemos ampliar nuestra mirada, reenfocarla, valernos de otras categorías, exprimir los análisis e imbuirlos de mayores dosis de imaginación. Urge un nuevo pensamiento político.