Eduardo Serra Rexach-ABC

  • Los que vivimos la Transición, estamos a punto de sentirnos defraudados si acontece lo que nos tememos: el esfuerzo de nuestras generaciones habría sido baldío

Las generaciones que vivimos la Transición nos sentimos orgullosos (o al menos satisfechos) de esa época, sobre todo porque supuso la reconciliación de una ciudadanía antes enfrentada en bandos fratricidas durante la Guerra Civil y en la dictadura de Franco. Esa reconciliación, y el miedo a volver a las andadas, hizo posible el consenso que con mucho esfuerzo engendró la Constitución de 1978: la primera en nuestra historia que fue de todos los ciudadanos y no de una parte como lo habían sido las anteriores (progresistas, conservadoras, moderadas, etc.) como así lo confirmó el referéndum respaldado con el voto afirmativo de una inmensa mayoría de los españoles.

Pilar fundamental de esa tarea fue el PSOE (ahora debe decirse el PSOE de Felipe González) que, después de abandonar el marxismo en 1979, abrazó la socialdemocracia dejando atrás sus ilusiones (o ideas) revolucionarias. Se convertía así en un partido democrático que aspiraba a ejercer el poder pero también a cederlo si otro partido le ganaba en unas elecciones. Así, bajo el paraguas constitucional, hemos vivido un cuarto de siglo; dos partidos constitucionales y constitucionalistas (primero UCD y PSOE; después PSOE y PP) que generaron, en un ambiente de libertad y confianza en las instituciones, una gran prosperidad hasta el punto de que nuestra renta per cápita llegó a igualar a la media de la UE poco después de 2000, cuando a la muerte de Franco era del 80 por ciento de la comunitaria.

Se cumplían no sólo los requisitos formales para ser una democracia y un Estado de derecho: elecciones libres, separación de poderes, poder judicial independiente, etcétera, sino también las otras que no por ser menos formales son menos importantes: alternancia en el poder, respeto a las resoluciones judiciales y un terreno común de consensos básicos: Asuntos Exteriores y de Defensa, respeto a las minorías, no cuestionamiento de la forma de Estado, consideración a la propiedad privada, etcétera. En conclusión, todas las que caracterizan a una democracia digna de tal nombre. Desde luego se cometieron errores y no se solucionaron algunos problemas importantes pero, con todo, pensábamos que la democracia había llegado por fin a España para quedarse: no sólo teníamos las instituciones que así lo demostraban, sino que la sustancia, la ciudadanía, era capaz de mantenerla y de exigirla.

En efecto, la Transición había venido precedida por una transición económica iniciada por el Plan de Estabilización y Liberalización de la economía de 1959 que, superando un periodo de autarquía, había iniciado una década de insólito crecimiento económico (un 7 por ciento acumulativo anual de crecimiento del PIB) y también por una transición social reflejada en el gran crecimiento de la clase media, que superaba el 75 por ciento de la población, cuando en el comienzo de la Guerra Civil apenas llegaba al 20 por ciento. La clase media es el mejor estabilizador de un país. De modo que los pertenecientes a aquellas generaciones nos sentíamos satisfechos de la labor realizada en ese largo cuarto de siglo: el asentamiento definitivo de la democracia en España. No éramos conscientes que, de nuevo, se incubaba el huevo de la serpiente… la serpiente de la discordia y la intolerancia que (¿ingenuamente?) creíamos desaparecidas para siempre.

Todo empezó con el malhadado Pacto del Tinell, suscrito por los partidos catalanes de izquierda, que excluía cualquier pacto de legislatura con el PP. Desde entonces, el clima político ha ido enrareciéndose y los adversarios tornándose en enemigos. Parece mentira que en un país que había sufrido cuatro guerras civiles en poco más de un siglo se suscribiera un pacto de estas características que, exacerbando las diferencias derecha/izquierda, hacía imposible la existencia de acuerdos entre los dos grandes partidos que habían gobernado en la Transición.

Desde entonces el clima de convivencia que, si bien con altibajos, había presidido las vicisitudes democráticas en España fuera polarizándose poco a poco hasta llegar a la situación actual en la que el partido del Gobierno ha preferido aliarse con partidos independentistas, filoterroristas y de extrema izquierda antes que llegar a acuerdos con el PP, por otra parte, ganador de las últimas elecciones. Esta alianza gubernamental llamada progresista ha preferido cualquier pacto (amnistía, indulto, excarcelaciones, cesiones en contra de la Constitución o, al menos en fraude de ella, antes que llegar a acuerdos con la otra mitad del electorado. Esta radicalización del clima político así como la progresiva colonización de las instituciones y de los medios de comunicación, amenazando incluso la independencia judicial, hacen que hoy la disyuntiva no sea izquierda o derecha sino que sea democracia o dictadura. En definitiva, los que vivimos la Transición, estamos a punto de sentirnos defraudados si acontece lo que nos tememos: el esfuerzo de nuestras generaciones habría sido baldío. España volvería a las andadas. Sin embargo, como saben los militares, lo prioritario de la táctica es la «voluntad de vencer», los civiles diríamos que la esperanza es lo último que se pierde. Además, el pueblo español ha demostrado en multitud de ocasiones que no se rinde fácilmente.

La actual deriva iliberal no va a triunfar, no puede triunfar; dice el refrán que la mentira tiene las patas muy cortas; con la mentira no se llega lejos. Los problemas derivados de los enredos negociadores aumentan exponencialmente y llega un momento que la situación es irresoluble. En la actualidad contamos con dos instituciones, la Justicia y la Prensa, que han asumido la tarea de defender la democracia y el Estado de derecho. Día tras día vemos que ambas instituciones hacen frente, con eficacia y discreción, a los intentos de socavar a una y a otro.

Un gobierno de España –del que forman parte o le apoyan partidos que nos demuestran que no sólo no quieren a nuestra nación sino que hacen todo lo posible por destruirla– se ve obligado a adoptar posiciones contrarias al interés general, consagrado en el ordenamiento jurídico, contrarias a la ley. Por ello se ve obligado a utilizar subterfugios y vericuetos, cuando no falsedades y contradicciones evidentes. La Justicia no puede, por definición, «negociar». Su misión es asegurar el cumplimiento de la ley y en este terreno no cabe la negociación. No debemos olvidar que de los tres poderes, tan la Justicia no está formado por personas de clase política y es este poder judicial el que lleva el liderazgo de la defensa de nuestras instituciones.

Por lo que respecta a los medios de comunicación, en su gran mayoría y a pesar del difícil momento económico que atraviesan, han decidido ejercer su verdadera misión: ser las voces de la sociedad dirigidas al poder, en lugar de pervertirse haciéndose correa de transmisión del poder. Así, ambas nos hacen mantener la esperanza y se hacen acreedoras a nuestro agradecimiento por mantener la dignidad nacional y defender la Constitución y el Estado de derecho; ya lo hicieron el 23-F de 1981, también el 1-O de 2017 y lo están haciendo en la actualidad. Por su excelente trabajo, quizás al resto nos corresponda apoyar y homenajear a ambas instituciones por esta labor. Saldremos con bien de la actual coyuntura por nosotros mismos y así se reforzará la confianza del pueblo español en sí mismo y en sus instituciones.