ISABEL SAN SEBASTIÁN, ABC – 20/11/14
· La querella de Torres-Dulce nace políticamente muerta tras la rebelión de sus subordinados catalanes.
EL Estado de Derecho se quebró el pasado 9 de noviembre en Cataluña y ha sido apuñalado en el suelo por los fiscales de servicio en dicha comunidad autónoma, manifiestamente más sensibles a la presión ambiental que a su deber de cumplir y hacer cumplir la Ley. Se quebró cuando el presidente de la Generalitat, desde lo más alto de su cargo institucional, se mofó de la soberanía nacional consagrada en la Carta Magna, fuente de la que emana su poder, y desobedeció una sentencia firme del Tribunal Constitucional.
Sufrió una segunda agresión a traición, ya malherido, en el mismo instante en que los encargados de velar por el respeto escrupuloso a las normas vigentes en España optaron por eludir su responsabilidad, escudándose en pretextos infumables que sólo tratan de esconder su temor a las eventuales consecuencias de una actuación honorable. Un miedo a la muerte civil que podría sobrevenirles en la Cataluña «oficial», oprimida hasta la asfixia por el pensamiento único nacionalista, aparentemente tan insuperable como el que infundía ETA en su día con la amenaza del tiro en la nuca.
El Estado de Derecho no es aquel que impone a los ciudadanos el acatamiento del marco jurídico establecido. Eso es algo al alcance de cualquier gobierno con capacidad de coerción, empezando por las más abyectas dictaduras. Tal como recordaba recientemente en un programa de 13 Televisión el jurista de reconocido prestigio y exmagistrado del TC Rafael de Mendizábal, un Estado se gana esta virtuosa condición, la de ser «de Derecho», cuando los primeros en sujetarse al imperio de la Ley son los representantes de los tres poderes, Legislativo, Ejecutivo y Judicial, sin excepciones ni atajos.
En el caso que nos ocupa, siendo el infractor confeso nada menos que la máxima autoridad ejecutiva del Estado en el territorio afectado por el presunto delito, la quiebra resulta devastadora para la estabilidad del edificio. Y si a esa grieta se suma el patético esfuerzo de la Fiscalía local por cubrir al «president» con el manto de la impunidad, ignorando así no sólo la obediencia debida por Estatuto a su superior jerárquico, sino la que merecen la razón y la lógica, el escenario se torna desolador.
El Estado de Derecho ha sufrido un daño irreparable, por más que se afane ahora Eduardo Torres-Dulce en «desfacer» el entuerto con una querella que nace políticamente muerta tras la rebelión de sus subordinados catalanes. Por si no tuviéramos suficiente con la descarada corrupción de la clase dirigente, que en el caso de CiU y la familia Pujol alcanza cotas hediondas de duración y gravedad, toda la ciudadanía ha podido comprobar cómo desde algunas instituciones nucleares en el orden constitucional se hacía un elocuente corte de mangas al sistema, con el agravante de publicidad, chulería y financiación a cargo de nuestros bolsillos, sin consecuencias.
Son ellos, quienes ocupan el vértice de la pirámide democrática, los que han vulnerado a cara descubierta las reglas sagradas para los de abajo. Mientras los demás penamos para encontrar trabajo, llegar a fin de mes, cumplir con Hacienda en plazo, pagar cada vez más multas y obedecer las sentencias de los tribunales, incluso cuando son obscenamente injustas, ellos se apuntan victorias en su desafío cotidiano. Saben que, en el peor de los casos, este episodio acabará con nuevas ventajas fiscales, una agencia tributaria propia, algún pacto inconfesable para echar tierra sobre los escándalos que les afectan y un apretón de manos que ponga punto y seguido al «diálogo» iniciado por Arriola, Rigoll y Serrano. Esa ha sido la respuesta habitual de los gobiernos de España ante cada órdago nacionalista. ¿Por qué iba a plantarse uno ahora y hacerles pagar la correspondiente factura?
ISABEL SAN SEBASTIÁN, ABC – 20/11/14