Gregorio Morán-Vozpópuli
La más notable de las diferencias entre Aznar y González no son sus políticas sino la renuencia a aceptar que uno se ha equivocado
Fue Felipe González quien se inventó la exótica metáfora de comparar a los expresidentes del Gobierno con jarrones chinos, esos bellos productos de antigua artesanía cuyo tamaño e inutilidad doméstica los hace difíciles de colocar. Y más ahora que los espacios son exiguos y se miden por millares de euros. Me lo pregunto cada vez que veo al dúo González-Aznar haciendo bolos en las más acreditadas salas de fiestas y banquetes: qué piezas tocan, cuáles son sus instrumentos favoritos, quién hace de tenor y quién de bajo profundo.
Quizá sea por gustos o por inclinaciones musicales, pero verlos a los dos juntos me produce una mezcla de estupor y de rechazo. Claro que están en su derecho de cantar e incluso bailar si les da el cuerpo; es sabido que Aznar se exhibe como el rey de los abdominales y que González, pese a la evidencia del sobrepeso, nunca dejó de ser el maestro del billar y las carambolas a tres bandas. Llama la atención el número de fans que últimamente los jalea. Es posible que se trate de un impulso evocador de viejos tiempos, cuando todos éramos más jóvenes y los viejos tenían vitola de color verde pistacho, algo a evitar ahora en tiempos donde el sexo está sujeto a restricciones que obligan a pasar por el notario lo mismo que antes se hacía con los confesores eclesiásticos. Conseguir llegar a casa solo y borracho siempre fue una ambición de los noctámbulos, pero nunca la alcanzaron hasta el otro día que sólo se exige disfrazarse de travesti. Como anotación colateral: estamos alcanzando la cima de la estupidez tras haber pasado por la prueba de las bondades del alcoholismo. Todo sea por el género, aunque nos inquiete el caso.
Todos apelan a la política y al final sólo se sirven de las palabras y, cuando no les basta, con las leyes que enmascaran sus intenciones»
Irrita el pensar que es nuestra desmadrada y vulgar situación política la que consiente las actuaciones estelares del dúo González-Aznar. Cuando el acuerdo con el independentismo en Cataluña se cierre en función del marco de la “seguridad jurídica” estaremos entrando en esa frivolidad semántica tan recurrida últimamente según la cual lo que importan son los hechos, no las palabras. ¿Por qué no lo enunciamos al revés? Si lo fundamental son los hechos, sobran las palabras y de paso todo lo demás. Porque los hechos, lo factual según el nomenclátor de los oportunistas, no es otra cosa que asegurar a trancas y barrancas la legislatura.
Ahí es donde aparece el tumor que se ha hecho crónico en nuestra vida parlamentaria. Todos apelan a la política y al final sólo se sirven de las palabras y, cuando no les basta, con las leyes que enmascaran sus intenciones. Hay que hablar, hay que dialogar, hay que discutir. Confieso que estoy hartito de estos mantras que ocultan que hablan, dialogan y discuten sobre lo que pactan sin hablar, ni dialogar, ni discutir. Porque es cosa de dos y nunca tienen los mismos intereses ni los mismos objetivos. Y si no lo creen, observen las conversaciones entre tartamudos voluntarios de Gonzàlez y Aznar. Son esclavos de sus propias mentiras. Qué fue de “la herencia de los dorados años ochenta” de Nuestro Amado Presidente González, según proclamaba Manu Escudero, al que conocí cuando militaba en el maoísta Movimiento Comunista y que luego se consagró como el promotor del guerrismo y su Programa 2000 junto al querencioso Ramón Cotarelo, para recalar más tarde en los renovadores fetén del felipismo y ahora, cuidando el pesebre, de asesor aúlico para la economía de Pedro Sánchez y calladito; lo que tenía que decir lo dijo y quedó extenuado. Una figura emblemática de lo que dejó el líder.
González fue muchas cosas porque catorce años de gobierno dan para todo: salir de la OTAN y quedarse, ser el cambio y moverse lo menos posible, predicar cientos de miles de trabajos nuevos y multiplicar los parados hasta tres millones, ordenar el sector bancario y que los más proclives a sus métodos acabaran dirigiéndolos, ofrecer una alternativa a Pujol en Cataluña y acabar siendo su cómplice, limpiar la policía política y ascenderlos de rango hasta la licencia para matar (los Gal)…Pasados los “dorados años ochenta” lo suyo fue un ejercicio de supervivencia, con un partido que se caía a pedazos entre los sueños del pasado reciente y la corrupción omnímoda.
Su mayor responsabilidad consistió en liquidar el futuro dejándolo al albur de los que vengan detrás que arreen. Como no podía ser otra cosa salieron del terruño los Zapatero del buen rollito y los Sánchez de la trampa. El PSOE se deshilachó porque fuera de Andalucía y Asturias había muy poco que afanar; lo demás era retórica y peccata minuta.
Aznar es refractario a la realidad, por eso jamás será otra cosa que una imitación de jarrón chino. Se niega a creer que se ha convertido en otro florero deslucido»
Lo de Aznar fue más simple, como él mismo. Llegó tras un casting de vendedores de rebajas. O él o Isábel Tocino. La gente ha perdido la memoria, si es que la ha querido tener alguna vez. Como líder era tan mediocre como cansino, pero sabía de su maestro Fraga, que no le apreciaba como discípulo, que el que resiste gana, frase atribuida a Pío Cabanillas y con impronta gallega: va con el ADN. De tanto escucharle aquello de “Váyase, señor González” al final quizá por no oírselo más hasta el propio afectado acabó comprendiendo que no le quedaba más que pasar a jarrón chino.
La más notable de las diferencias entre Aznar y González no son sus políticas sino la renuencia a aceptar que uno se ha equivocado. Aznar es inmune a la evidencia. Ocurre cuando se mezclan los complejos con las limitaciones intelectuales. La única decisión que tomó a conciencia, que preparó con delectación de niño no acostumbrado a ser tenido en cuenta, fue su sucesión. La victoria de su candidato, el aletargado Rajoy, estaba tan cantada que recuerdo a los hacedores de encuestas preocupados por que el clamor no limitara el volumen de su victoria. Y entonces sucedió lo imprevisible: el atentado islamista de 2004 que, en el fragor de aquella victoria ya anunciada, ponía un broche sangriento a su política. Tenía que ser ETA aunque los hechos le desautorizasen. Tenía que ser ETA y cuando el volumen de la manipulación se hizo un monstruo y aparecieron los islamistas siguió aferrado a su verdad. Tenía que ser ETA porque nadie podía quitarle la victoria que con tan rigor había preparado.
Como la invasión de Irak y las armas de destrucción masiva; sigue creyendo las mismas mentiras. Aznar es refractario a la realidad, por eso jamás será otra cosa que una imitación de jarrón chino. Se niega a creer que se ha convertido en otro florero deslucido.