ABC-IGNACIO CAMACHO
Da igual cómo la pienses o cómo la sientas: París es nuestra. La leyenda y el símbolo de la civilización europea
COMO aquel día en que viste caer las Torres Gemelas y pensaste que era el comienzo de la tercera guerra mundial, la aguja desplomada de Notre Dame te sugirió la idea apocalíptica del fin del mundo. Del mundo que has heredado y conocido, del mundo cuyas claves has tratado de inculcar a tus hijos. Recuerdas cuando los llevaste por primera vez y les pareció más pequeña de lo que habían imaginado a través de la leyenda. Porque París, sus calles, sus museos, sus torres, sus puentes, sus monumentos, son una leyenda y un misterio: la leyenda de Europa como identidad común, como eje de una civilización de libertad y de progreso, y el misterio de la Historia, de la cultura, de la ilustración, de la belleza, de la sensibilidad, del refinamiento. Nadie se siente de verdad europeo hasta que no se ha sentado en un café del boulevard des Capucines, hasta que no ha oído la campana de Saint Sulpice, hasta que no han crujido bajos sus pasos las hojas secas de la place des Vosges en una tarde de otoño. Hasta que no ha dejado caer sobre sus hombros, ante los rosetones de la catedral, el peso de unos siglos de tradición compartida que el lunes te crujió en el alma como si tu pecho, a miles de kilómetros de distancia, estuviese aspirando sus cenizas.
Ése es el secreto de esta zozobra que te duele como una punzada: que París es nuestra. Aunque ya no sea, en realidad, como la sientes o como la piensas, aunque ya no responda a la llamada de su propio mito. La fuerza de los símbolos. Por eso te da igual que Notre Dame fuese hoy, más que una iglesia, más que un templo de la fe que ha alumbrado la unidad de un continente, un simple receptáculo turístico. Para ti es un paradigma, un signo, una metáfora de algo que sabes tuyo más allá incluso de su existencia física. De un proyecto de convivencia, de una acumulación de sedimentos históricos, de un modelo de pensamiento y de vida que te estremece contemplar envuelto en llamas, quebrado bajo el presagio de ruina.
Entonces has visto la foto de los bomberos ante la gran cruz del altar, incólume, iluminada como un sagrado espectro en medio del apocalipsis de fuego. Y luego, en tu teléfono ha aparecido un breve vídeo que te ha encogido el corazón hasta el borde mismo de la lágrima. En la puerta de Saint Julien le Pauvre, junto al jardincillo donde una vez ojeaste un libro recién comprado en Shakespeare & Company, un grupo de jóvenes arrodillados entona con voces trémulas un Ave María que suena como una dulce plegaria. Algo más allá, la techumbre de Nuestra Señora arde con un fulgor anaranjado que se recorta en el cielo de un atardecer malva. Je vous salue, Marie, comblée de grâce. No muy lejos de ti oyes el eco de los tambores a cuyo compás tu gente mece a una Virgen engalanada. Y entonces recuerdas la fiesta de la Redención y te recorre la espalda un escalofrío que identificas como la cosquilla de una esperanza.