JON JUARISTI, ABC 26/05/2013
· El terrorismo islamista explota agravios imaginarios en provecho de un fanatismo desconectado de la realidad.
EL último icono del siglo XXI es un musulmán negro de 28 años que sostiene dos cuchillos de cocina en una de sus manos ensangrentadas. Acaba de degollar a un soldado cristiano blanco en una ciudad multirracial de la vieja Europa. El cuerpo de su víctima aparece tendido en la calzada, a unas decenas de metros detrás del asesino, que expone sus motivos con escalofriante calma ante la cámara de video de un transeúnte al que ha obligado a grabarle.
Ni Michael Adebolajo ni su cómplice, el musulmán negro de 22 años Michael Adebowale, conocían al soldado Lee Rigby, un veterano británico de Afganistán, de 25 años. El nuevo terrorismo islamista es artesanal en sus métodos (útiles de carnicero, ollas llenas de clavos y explosivos caseros fabricados con fertilizantes) e impersonal en sus objetivos (no los selecciona atendiendo a la identidad individual de los mismos, sino a su pertenencia a una categoría previamente satanizada: militares o americanos, por ejemplo). Pero, sobre todo, el nuevo terrorismo islamista es cada vez más espontáneo, menos organizado, menos dependiente de estrategias desestabilizadoras y, por supuesto, de cualquier análisis de la realidad.
La realidad es que el sufrimiento de las poblaciones de los países musulmanes se debe fundamentalmente a disensiones entre musulmanes. Los asesinos de Lee Rigby son dos antiguos cristianos nacidos en el Reino Unido, ciudadanos británicos beneficiarios desde la cuna del Estado del Bienestar, gracias al cual cursaron estudios universitarios. Son negros, pero lo ignoran todo acerca de la historia del Islam negro. No son peules, musulmanes africanos cuyos antepasados fueron convertidos al Islam por sus amos musulmanes, traficantes de esclavos. Los dos jóvenes asesinos son ingleses de clase media asalariada, islamizados por clérigos musulmanes integristas como Omar Bakrí Muhammad y Anjem Chourday, encantados de golpear a los cristianos mediante nuevos jenízaros como los dos Michael. Los abuelos de éstos vivieron en Nigeria bajo un régimen colonial, pero sus padres prefirieron emigrar a la antigua metrópoli antes que soportar la arbitrariedad de las dictaduras militares que se valieron de la mayoría musulmana del norte para aplastar a los cristianos del sur tras la fracasada tentativa secesionista de Biafra.
Los dos terroristas londinenses no son víctimas del imperialismo occidental. Si acaso, lo son de un clero islamista fanático y de su propia imbecilidad y pereza mental. A nadie se parecen más que a los neonazis que se lanzaron a quemar mezquitas para vengar a Lee Rigby. Todos ellos son perfectos exponentes del fracaso de un sistema escolar (y universitario) que ha nivelado a la baja varias generaciones británicas, macerándolas en el prejuicio racista, una vinagreta narcisista de agravios imaginarios a su negritud o a su blancura lechosa. Sin duda, tiene razón Cameron al exculpar a las comunidades musulmanas, pero no es menos cierto que el integrismo islamista ha ido creciendo en el Reino Unido a la sombra de dichas comunidades. La condena por sus líderes del asesinato de Rigby está muy bien. Sin embargo, este tipo de manifestaciones tendría más credibilidad si no se produjera solamente cuando truena el terrorismo en sus cercanías.
Se echa de menos en el Islam europeo una posición inequívoca y constante no sólo contra la infiltración de los integristas en sus filas, sino contra el terror desatado en los países de mayoría islámica sobre las minorías de otras religiones. Sólo en Nigeria, los islamistas de Boko Haram asesinaron a 550 cristianos y animistas en 2011, lo que seguramente ignoraban los descerebrados de Woolwich.
JON JUARISTI, ABC 26/05/2013