Francesc de Carreras-El Confidencial
- El historiador John H. Elliott utiliza la historia para comprender el pasado, no como arma arrojadiza para hacer política en el presente
Afines de 2013, una representación del sector más nacionalista de los historiadores catalanes, bajo el patrocinio de la Generalitat, organizó un simposio cuyo título era «España contra Cataluña: una mirada histórica (1714-2014)». El título era provocativo, además de sectario y falso.
Estábamos en los comienzos de la etapa que después se llamó el ‘procés’ -dónde aún seguimos- y había que calentar motores. Al año siguiente, el Gobierno de la Generalitat, entonces presidido por Artur Mas, tenía previsto celebrar un referéndum para conmemorar una fecha simbólica: los 300 años de la caída de Barcelona en manos de las tropas de Felipe V, el primer rey de la dinastía borbónica.
Uno de los mitos históricos del nacionalismo catalán era -y sigue siendo, claro- que hasta entonces Cataluña era independiente y a partir de entonces estuvo sometida a España: una mentira sin fundamento histórico alguno, un embuste más con el fin de engañar a los sufridos catalanes. Había que demostrar que la rica, industriosa y floreciente Cataluña que, precisamente, empezó bajo los monarcas borbones en este siglo XVIII, era un fraude.
La utilización política de la historia es tan frecuente como peligrosa
En efecto, con ese simposio se pretendía fundar históricamente que España, es decir, la monarquía española, de aquellos lejanos tiempos y la constitucional de los siglos XIX y XX, incluida la parlamentaria de hoy, siempre había intentado arruinar Cataluña y ya era hora de romper los lazos que la unían con el resto de España para superar así definitivamente esta calamitosa situación. Los historiadores que habían decidido participar en tal simposio -entre ellos un patriarca tan influyente como Josep Fontana- no actuaron como tales sino que dimitieron de su profesión y se convirtieron en agitadores panfletarios al servicio de los políticos que gobernaban la Generalitat.
Hubo reacciones en el gremio de los historiadores, también entre profesores de las universidades catalanas, incluso algunos muy cercanos a las posiciones nacionalistas dominantes declinaron participar: fue el caso de Riquer o Albareda. Otros, de gran prestigio, como Ricardo García Cárcel, autor de varios libros sobre la época, se declararon frontalmente contrarios en términos contundentes: «La celebración del simposio es en sí misma un error y, además, defiende una tesis insostenible [y] repudiable por la historia seria y objetiva». Un catedrático británico de prestigio mundial, John H. Elliot, máximo especialista en la España de estos siglos, despachó el tema con seca brevedad: «Es un disparate». Lamentablemente, Elliott acaba de fallecer a los 92 años en su domicilio de Oxford.
La utilización política de la historia es tan frecuente como peligrosa. Hace un par de años, mi colega y amigo Eloy García, catedrático de derecho constitucional de la Complutense y director de una admirable colección de Clásicos del Pensamiento, editada por Tecnos, me encargó el epílogo a un curioso texto escrito por Charles Sorel en 1742 por encargo del rey francés Luis XIII para justificar la ocupación de Cataluña tras la efímera rebeldía independentista encabezada por el diputado eclesiástico Pau Claris.
No trata de establecer una verdad única e inconmovible sino de aproximarse a la verdad con los métodos del historiador
El texto tiene un título combativo, «La defensa de los catalanes», y la edición española está precedida de un enjundioso y excelente estudio preliminar a cargo de la profesora Mª Soledad Arredondo, especialista en la Francia de aquella época. El panfleto de Sorel -históricamente muy infundado- pretende oponer las bondades de los catalanes frente a las maldades de los castellanos, además de alegar los pretendidos antiguos derechos históricos de la monarquía francesa sobre el territorio catalán. Tal es el sectarismo de dicho panfleto -ya he dicho que era un libro de encargo- que me pareció apropiado comenzar mi Epílogo con un brillante texto del escritor francés Paul Valéry:
«La historia es el producto más peligroso que haya elaborado la química del intelecto. Sus propiedades son muy conocidas. Hace soñar, embriaga a los pueblos, les hace concebir falsos recuerdos, exagera sus reflejos, mantiene sus viejas heridas, los atormenta en su reposo, los conduce al delirio de grandezas o al de persecuciones, y vuelve a las naciones amargas, soberbias, insoportables y vanidosas».
Efectivamente se pueden cometer todas estas barbaridades -quizás se utilicen, por ejemplo, en la actual guerra de Ucrania- siempre que se deforme la historia. John H. Elliott es, precisamente, el contrapunto a este uso que se hace de la misma: utiliza la historia para comprender el pasado, no como arma arrojadiza para hacer política en el presente.
Da gusto leer a Elliott por muchas razones, también para disfrutar de todo esto. No trata de establecer una verdad única e inconmovible sino de aproximarse a la verdad con los métodos del historiador: investigar los hechos, situarlos en su contexto (demográfico, geográfico, económico, político, ideológico, sociológico), analizar el perfil psicológico de los protagonistas principales y, por fin, aventurar un cuadro de toda la situación. También exponerse a la crítica y reflexionar ante ella.
Elliott es un ejemplo, un maestro de la historia, en el sentido exacto de la palabra
La historia se escribe con lentitud y se reescribe constantemente, siempre aparecen datos nuevos, archivos por descubrir, nuevos ángulos desde los que observar los acontecimientos. La historia sirve para comprender, no para juzgar. Por todo eso la llamada «memoria histórica» o «memoria democrática» no es historia sino su perversión: rebuscar lo que te interesa del pasado para justificar el presente, el llamado presentismo que tanto rechaza Elliott. La memoria es la historia utilizada como arma política, por ejemplo la «Defensa de los catalanes» de Charles Sorel y el simposio «España contra Cataluña», en cuyo título está ya su conclusión. O mejor dicho, las memorias no son historia sino ideología política disfrazada de historia.
Elliott es un ejemplo, un maestro de la historia, en el sentido exacto de la palabra, por dos razones
Primera, porque no elabora relatos -este término hoy tan usado y tan indeseable- sino que se limita a comprender épocas y personajes. Ahí está la distinción entre el que está informado y el sabio: el informado aporta datos, a veces ni siquiera ciertos, en tanto que el sabio los correlaciona y sitúa en su contexto para intentar, a través de los mismos, comprender una época y unos personajes.
Segunda, porque la historia, como cualquier otra ciencia, exige independencia intelectual, imparcialidad en la mirada, evitar dejarse seducir por intereses distintos a los propios del oficio, de la profesión. El historiador debe ser insobornable. Elliott, sin duda, lo era.
Gracias maestro por su más importante lección: su dignidad de historiador.