Manfred Nolte-El Correo

La estatura de John Kenneth Galbraith de dos metros y seis centímetros, le confería un aire imponente. Pero nada comparado con su talla intelectual. Nacido en 1908 en una granja de Ontario, Canadá, se formó como economista en Berkeley y Harvard antes de convertirse en una figura singular en el paisaje académico y político de los Estados Unidos.

Profesor en Harvard durante medio siglo, Galbraith fue también un hombre de acción: trabajó en la administración de Franklin D. Roosevelt en los programas del New Deal, que rescataron a millones de estadounidenses de la bancarrota tras la crisis de 1929. Volcaría más tarde su talento narrativo en ‘The Great Crash 1929’ (1955), una reconstrucción minuciosa del derrumbe bursátil que prologó la Gran Depresión.

Galbraith dirigió la Oficina de Control de Precios americana (‘Office of Price Administration’) durante la Segunda Guerra Mundial, fue embajador en la India con John F. Kennedy y asesoró, con total libertad de criterio, a presidentes demócratas desde Truman hasta Clinton. Nunca estuvo en la carrera por el Nobel, acaso porque su popularidad entre el gran público y su estilo heterodoxo le restaban pedigrí académico a los ojos de la ortodoxia. «En economía -ironizaba-, las ideas convencionales gozan de un respeto inversamente proporcional a su mérito».

Su primera gran irrupción literaria fue ‘The Affluent Society’ (1958), donde lanzó un auténtico misil contra la opulencia desbocada de la posguerra. Mientras las ciudades padecían escuelas abarrotadas, una sanidad precaria y carreteras en ruinas, el sector privado se entregaba a una carrera desenfrenada por producir y vender más bienes de consumo. Galbraith acuñó el concepto de ‘dependencia de la producción’ (‘dependence effect’) para describir cómo la publicidad y el crédito moldeaban los deseos de los consumidores. «Creamos necesidades con la misma eficacia con la que fabricamos productos», denunció, cuestionando la fe ciega profesada por gran parte de la ciudadanía, en que más consumo equivalía a más bienestar.

En ‘The New Industrial State’ (1967) amplió el radar de la crítica a la censura del poder de las grandes corporaciones. Lejos del ideal de la competencia perfecta, contemplaba un capitalismo dominado por empresas gigantes que ejercían una influencia persistente sobre la política, moldeando sigilosamente la cultura dominante. El Estado, declaraba, no debía limitarse a proteger la propiedad privada y a socorrer a los más débiles, sino actuar como contrapeso y garante del interés colectivo frente a los excesos del mercado.

Galbraith fue, además, un divulgador excepcional. Sus clases en Harvard congregaban a estudiantes de todas las disciplinas, atraídos por un orador que sabía combinar erudición y sentido práctico. Disfrutaba desmontando dogmas, desde la mano invisible de Adam Smith, que él consideraba más un mito que una ley natural, hasta la idea de que la desigualdad era el precio inevitable del progreso. Creía que la economía debía juzgarse por su capacidad para mejorar la vida de las personas, no por la pureza de los modelos matemáticos, que detestaba sin disimulo. Por lo demás practicaba la autocrítica al sostener con una ironía mordaz que «la función más destacada de la predicción económica es conseguir que la astrología parezca una ciencia respetable».

Criticó a republicanos y demócratas por igual cuando claudicaban ante el poder corporativo. Defendió la diplomacia frente al intervencionismo militar y la cooperación internacional frente al aislacionismo. Hombre de mundo, disfrutaba tanto de las conversaciones en los salones de Nueva Delhi como de los paseos por el campus de Harvard, siempre con su característico humor británico-canadiense y su inconfundible elegancia. Y sus valores humanos eran incuestionables: «La riqueza no es una virtud si se logra a costa de la miseria de otros», recordaba a menudo.

John Kenneth Galbraith murió en 2006, a los 97 años, tras publicar más de 40 libros y vender millones de ejemplares en todo el mundo. Su legado, incómodo y necesario, sigue interpelando a una época como la nuestra que oscila entre el culto al consumo y la nostalgia por un Estado mínimo. Recordarlo es volver a escuchar una voz que advertía, sin dogmatismos, que ni el mercado ni el Estado son fines en sí mismos, sino instrumentos para un propósito mayor: que la prosperidad material redunde, en último término, en el bien