José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
En España, la política de los últimos años avanza imparable hacia la configuración de una potente federación de cabreados a los que desde las posiciones extremistas se cultiva con facilidad
Hace unos días el catedrático de sociología José Juan Toharia explicaba en El Confidencial que el origen de Vox se localiza en una especie de federación de gente que ha dicho «ya está bien». Entre sus electores no necesariamente existirían vinculaciones ideológicas sino de hartazgo y de cabreo. La tesis de este eminente académico enlaza con las que sostiene respecto al electorado de Donald Trump el teórico de la comunicación Christian Salmon en su último libro titulado ‘La era del enfrentamiento’.
Aduce el autor que en la campaña de 2016, el candidato republicano «supo dirigirse (…) a esas pequeñas repúblicas autónomas de resentimiento y logró federarlas en una oleada de sobreexcitación». Luego, su ideólogo de cabecera, Steve Bannon, se encargó de pulir el mensaje con ideas fuerza que calaron en las clases medias norteamericanas. Les persuadió de que el libre comercio desplazaba las industrias, de que la inmigración clandestina solo servía para bajar los salarios de los trabajadores nativos y de que la superestructura política era esencialmente extractiva de sus esfuerzos fiscales. Desde este viernes, la arrasadora elección del aislacionista Boris Johnson se ha convertido en el signo de los tiempos, en una reválida gravísima de un movimiento de clara regresión política.
Y añadía que Sánchez «con su coalición súbita y cínica se ha enajenado para largo tiempo a millones de españoles, sin conquistar a ni uno nuevo«. Marías criticaba que ahora que Podemos ha caído a 35 escaños se le «premie frívolamente con una vicepresidencia y tres ministerios, a cambio de formar un Gobierno, si se forma, impopular, precario, lleno de tiranteces y de adversarios acérrimos. Y a cambio de recibir el PSOE el rencor profundo, y quizá definitivo, de la mayoría de los ciudadanos». Este es el factor aversión.
Nuestro autor, sin embargo, no ha computado en su análisis —por razones de tiempo— que ese Gobierno del PSOE con UP lo sería también con ERC, el partido que coprotagonizó la sedición de septiembre y octubre de 2017 en Cataluña, lo que hace más acendrada la «aversión» a la que se refería en su texto y que el también escritor Andrés Trapiello, en el mismo periódico el pasado jueves, explicaba así de claro: «Los golpistas, por ejemplo, siguen viviendo en el siglo XIX, niegan que nunca proclamaran la república catalana aunque sostienen que volverán a proclamarla en cuanto puedan».
«Por eso no se comprende que quien ha ganado ese pleito, o sea, el Estado, le dé la razón, Gobierno mediante, a los que han perdido, tratando, en primer lugar de cambiar las palabras (‘no es conveniente hablar de vencedores ni vencidos’), obviar a los jueces y admitir en su propio equipo a quienes habiendo perdido se presentan como vencedores, sea en la cárcel, en el exilio por fuga o en un sillón del Consejo de Ministros».
Hay determinadas políticas que generan socialmente la llamada ‘antipolítica’ y ahondan en el descrédito, no solo del sistema, sino también de los valores que tradicionalmente connotaban una sociedad bien articulada. Si el apaciguamiento es la única manera de abordar los problemas de la convivencia frente a aquellos que con más energía subversiva quieren arrollarla, estamos perdidos. De ahí que la federación de cabreados aumente al mismo ritmo que la fragmentación representativa de los territorios españoles. Ya no solo hay partidos nacionalistas en Cataluña, País Vasco y Galicia. Ahora también emergen otros en una suerte de cantonalismo que ha prendido en Teruel, en Canarias, en Valencia, en Cantabria… con otras iniciativas del mismo corte que están en fase de formación y lanzamiento.
Los partidos nacionales están dejando de serlo. Lo advierte el catedrático de Economía del Desarrollo de Oxford, Paul Collier: «El populismo es el cabreo de los de las comarcas contra la capital» (‘La Vanguardia’ 11 de diciembre). Y a más cabreo, más fragmentación y mayor radicalismo; más particularismo y más egoísmo; menos solidaridad y más introversión territorial e ideológica. Efectivamente, como supone Salmon, estamos en la era del enfrentamiento.
Con ciertos ribetes escatológicos, pero que el común de los mortales ha entendido a la perfección, el presidente de Castilla-La Mancha, Emiliano García Page, ha comentado que «yo, para Reyes, lo que no quiero, como no creo que quiera ningún español ni ninguna española, es vaselina». Se le entiende todo: hay planteamientos políticos tan distorsionados que no existe forma de convertirlos en aceptables por más que se vistan de una retórica persuasiva y a sabiendas, como insiste el ya citado Salmon, de que existe un «uso estratégico de la mentira», de que «las campañas se hacen en verso pero se gobierna en prosa» y de que «la comunicación se ha convertido hoy en la razón de ser de la política». Con estos criterios se incrementan los cabreados y vamos derechos al populismo que ya asoma, potente, en todos los países occidentales como estamos comprobando en el Reino Unido de los mayoritarios ultraconservadores. Sánchez debería tenerlo en cuenta.