RUBÉN AMÓN-EL CONFIDENCIAL

  1. El exmonarca ya ha sido condenado por la sociedad y por su propio hijo, sin derecho a un proceso justo y con el castigo a la pena anacrónica del destierro

Impresiona la rapidez y unanimidad con que Juan Carlos I ha transitado de la inviolabilidad a la condena preventiva e inapelable. Todos los privilegios que le reconocían la Constitución se resienten ahora de la ausencia de derechos. La sentencia popular y mediática ya ha sido proclamada. Incluso ya se le ha aplicado el veredicto anacrónico del destierro, independientemente del absurdo culebrón que titubea con su paradero.

El rey “demérito” ha disfrutado de una inmunidad y de una impunidad que ahora parecen haberse transformado en indefensión. Todavía no ha sido acusado. Ni ha comparecido en un tribunal, pero ya se ha convenido la culpabilidad. Y no porque haya intervenido el revanchismo guillotinesco de las furias republicanas, sino porque al rey maldito lo ha condenado su propio hijo. Ya lo hizo repudiándolo en marzo. Y perseveró en el castigo constriñéndolo después a una pena que no existe en nuestro código penal: el exilio forzado, la expulsión del reino.

Es la paradoja que malogra la inviolabilidad. Tan distinto era el rey de los súbditos que difícilmente va a poder acogerse a las reglas y garantías de un estado de derecho. Felipe González reivindicaba para su majestad la presunción de inocencia, pero las medidas ejemplares de Felipe VI, el calentón popular y el oportunismo con que Iglesias ha afilado la guillotina contradicen la expectativa de un proceso. Juan Carlos I ya ha sido condenado.

Y no es cuestión de sustraerle a su responsabilidad. El escarnio que le ha hecho expiar sus presuntos delitos forma parte de las evidencias informativas. Empezando por la creación de una fundación concebida para evadir los impuestos y trasladar el dinero a las Bahamas. No ha sido juzgado el rey, porque ni siquiera ha sido acusado, pero tampoco convendría precipitar un veredicto de inocencia o un sobreseimiento.

Las medidas de Felipe VI, el calentón popular y el oportunismo de Iglesias afilando la guillotina. Juan Carlos I ya ha sido condenado

Se antojan muy verosímiles los delitos de blanqueo de capitales y de fraude fiscal. Y no necesitan probarse en un tribunal para reprocharle a Juan Carlos I el delito no tipificado de transgresión de la ejemplaridad. Tan grandes eran los privilegios del monarca. Y tan relevantes y sensibles sus obligaciones, que padece ahora el Borbón un escarmiento proporcional a la estupefacción e indignación de los súbditos.

Es la perspectiva desde la que se explica mejor el castigo que le ha infligido su propio hijo. No para vengarse de papá en términos edípicos, sino para convertir la humillación del destierro en un ejercicio de reputación de la monarquía misma. Felipe VI ha sido el juez de Juan Carlos I. Y ha protagonizado la ira justiciera porque procedía demostrar a los compatriotas la bienaventuranza e idoneidad del nuevo rey, no ya como remedio de urgencia a las presiones políticas, sino como salvaguarda de una institución, la monarquía, cuya credibilidad ha menguado y cuya utilidad está abiertamente discutida por la izquierda, el nacionalismo y las jóvenes generaciones.

Juan Carlos I no tendrá acceso a un proceso justo. No era un ciudadano convencional antes. Ni lo es ahora, despojado de los galones y de la corona. La propia “excentricidad” de la inviolabilidad introduce una anomalía que muchos juristas consideran vigente a pesar de haber abdicado hace seis años y que, en todo caso, define la resistencia del sistema a la imagen de Juan Carlos I entrando por la puerta del Supremo para someterse a un proceso de bochorno.

Conoceremos antes toda suerte de obstáculos y de iniciativas fulibusteras. Que si la edad. Que si la salud. Que si la capacidad mental. Que si la condición de sujeto inviolable. Que si la residencia en un paraíso legal. Y hasta la posibilidad de observarlo testimoniar por videoconferencia, allí donde se encuentre y donde haya escogido defenderse de un regreso vergonzoso a la patria.

El exmonarca ha maltratados sus privilegios. Ha abusado de su inmunidad. Ha explorado demasiado tiempo la burbuja de impunidad en que se creía invulnerable, pero los hipotéticos delitos que haya podido cometer han sido castigados con el destierro, la vergüenza, la humillación y el siniestro destino de un Rey que nació en el exilio y morirá en el exilio.