Rubén Amón-El Confidencial
La protección de la monarquía requería una medida tremendista y extrema que reconcilia al Borbón con sus orígenes: el exilio
El tremendismo de la iniciativa, el dolor que conlleva, están a la altura de las medidas taxativas que requieren la protección misma de nuestro sistema político. Un tercio del Parlamento recela de la monarquía y Felipe VI sobrevive como una figura proscrita en Cataluña y Euskadi, pero la gran conspiración hacia la Casa Real no la ha organizado Pablo Iglesias. La ha precipitado el propio Juan Carlos I a caballo de la codicia, la impunidad y la ‘omertà’ con que lo ha protegido el hábitat político-mediático. Tan importante era su legado que se le podían encubrir su amor al dinero, a las mujeres y a los paraísos fiscales, más o menos como si la inviolabilidad representara no tanto un privilegio con un derecho cuyos matices de omnipotencia evocaban el lema fundacional de los antiguos Borbones en el salón de los espejos de Versalles: ‘Le roi gouverne por lui-même’,
Juan Carlos I no se marcha voluntariamente. Lo hace en un gesto obligatorio de capitulación y de humillación. Su ‘espantá’ recuerda a la peripecia que involucró la retirada de los ruedos de El Guerra. Tan grande era la hostilidad y animadversión al rey de los toreros decimonónicos, que el califa cordobés se cortó la coleta con amargura justiciera: “No me voy… me echan”.
Y al Rey lo hemos terminado echando en una suerte de inercia guillotinesca. No solo por la repercusión de los escándalos y la animadversión de las fuerzas republicanas, sino porque los cortesanos implicados en la protección del borbónico tronista no han hecho otra cosa que distanciarlo de la realidad, exactamente como sucedía en el cuento del traje nuevo del emperador.
La gestión clarividente de la transición mitificó al Rey tanto como hizo vulnerable su reinado posterior. Pasaban los años y las décadas. Y las hagiografías a medida del monarca se recreaban en una indulgente mirada retrospectiva. Parecía que la renuncia a los poderes absolutistas -faltaría más- y la neutralización ejemplar del golpe de Estado convertían a Juan Carlos en un rentista de la Historia. No es que fuera un rey inviolable desde el punto de vista constitucional. La sociedad posfranquista acordó concederle la inmunidad y la impunidad. Agradeció su habilidad política y su carisma en correspondencia a la plenitud de la democracia, pero semejante canonización subestimó el respeto a la ley y las expectativas de las generaciones posteriores.
La ventaja para el porvenir de la monarquía consiste en que Felipe VI no es Calígula. Él mismo se ha convertido en el juez y verdugo de su padre. No solo cuando anunció las medidas de repudio el pasado mes de marzo, sino cuando este mismo lunes 3 de agosto de 2020 -la fecha es el epitafio del juancarlismo- ha recibido la carta del exilio que él mismo le ha constreñido a escribir. No cabría mayor fracaso para Felipe VI que ser hijo de rey, pero no padre de una reina.