José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
La decisión de Delgado, con razón o sin ella, introduce en la agitada política española otro ingrediente del gusto de los partidos antimonárquicos y revisionistas del sistema de 1978
Por casualidad o por causalidad, en el escenario más convulso de la política española de las últimas décadas, la fiscal general del Estado, Dolores Delgado, ha encomendado (5 de junio pasado) al fiscal de Sala del Supremo —es decir, la de mayor categoría en el Ministerio Fiscal— Juan Ignacio Campos, especializado en delitos económicos, que realice nuevas investigaciones para “delimitar o descartar la relevancia penal” de hechos posteriores al 19 de junio de 2014 atribuibles a Juan Carlos I por las acusaciones vertidas por su “amiga entrañable” Corinna Larsen difundidas en una grabación de 2015 en la que participaban, además, Juan Villalonga y José Villarejo.
El juez titular del juzgado central nº 6 de la Audiencia Nacional, Diego de Egea, ya investigó los hechos denunciados por la amiga del Rey emérito (cobro de comisiones) abriendo una pieza separada (denominada Carol) en el procedimiento penal contra del comisario Villarejo (caso Tándem) y dictó en septiembre de 2018 un auto de sobreseimiento provisional por considerar que concurría falta de credibilidad en la denunciante, prescripción de los posibles delitos fiscales y ausencia de indicios de criminalidad.
¿Qué nuevos indicios concurren para que se produzca ahora este movimiento dentro de la Fiscalía, pasando de la de Anticorrupción a la del Supremo? Según algunas fuentes, este asunto siempre debió estar en manos de un fiscal del Supremo conforme a criterios internos del ministerio público sobre aforados; según otras, el hecho de que se hayan encomendado nuevas averiguaciones a un fiscal progresista y acreditado como Juan Ignacio Campos —cuya carrera ya ha culminado— alertaría de que “algo nuevo hay”, y, por fin, no faltan fiscales que consideran que este requiebro tiene marchamo político interesado.
Conviene la prudencia en emitir juicios sobre temas que, además de muy delicados, disponen de una cierta complejidad técnico-jurídica de naturaleza procesal no sencilla de divulgar para su general entendimiento. Lo que sí resulta obvio es que la decisión de Dolores Delgado introduce en el agitado cóctel de la política española un nuevo ingrediente especialmente gustoso para las fuerzas políticas que, a más de republicanas, son militantemente antimonárquicas. Y produce en la opinión pública un impacto justiciero inobjetable después de que el jefe del Estado, Felipe VI, haya privado a su padre de la asignación presupuestaria personal que recibía y renunciado —aunque sea simbólicamente— a una eventual herencia consistente en fondos expatriados ilegalmente. El primer y más contundente reproche al Rey abdicado ha procedido de su propio hijo, lo que debería valorarse, al menos en términos políticos, como un ejemplo de la capacidad regeneradora de la institución-vértice del Estado.
Se va a desatar —ya se ha desatado, pero lo va a hacer con más intensidad— una nueva polémica que, al hilo de esta decisión de la Fiscalía General del Estado, situará en una posición incómoda, difícil y expuesta a Felipe VI. Él, con la prudencia que le caracteriza, rompió amarras con su padre, que ha desaparecido de la vida pública española, no solo de la oficial (en la que previamente no quería ya figurar) sino también de la social. Antes debió exiliarse voluntariamente a otro país para advertir así de su contrición a los ciudadanos españoles.
Los empellones que sufre la Corona, los graves errores de juicio y comportamiento del Rey emérito con la hostilidad de unos, la indiferencia de otros y los abrazos del oso a la institución de no pocos, introducen la forma de Estado en ese proceso revisionista del ‘statu quo’ del modelo constitucional de 1978 que tanto apetecen algunos. Esperemos que concurra la mejor hipótesis: que esta decisión de la fiscal general del Estado responda a criterios profesionales y no sea tributaria de intereses ajenos a la Justicia. Sería inútil, por lo demás, apelar a la responsabilidad de la clase política, que ya ha demostrado no tenerla ni en dosis mínimas.