Con razón ha lamentado Casa Real que el vídeo difundido por Juan Carlos I este lunes, para alabar la Transición y el papel que desempeñó en ella, «no parece oportuno ni necesario».
Resulta totalmente extemporáneo que el Rey emérito se haga grabar una alocución a los españoles con una puesta en escena que evoca la de sus mensajes de Navidad de antaño, bandera de España incluida.
Pero resulta además significativo, porque ilustra que Juan Carlos vive de algún modo preso de la ficción de que sigue siendo el Rey de España.
Más improcedente si cabe es el metraje cuando a su apariencia de mensaje institucional se le añade su condición de vídeo promocional. Porque, además de reivindicar la «ejemplar» Transición, Juan Carlos ha aprovechado para hacer alusión a su libro de memorias, que este miércoles será publicado en España.
Se hace difícil no leer este movimiento como una maniobra para resarcirse del desdoro de haber sido excluido —de una forma un tanto ilógica— de los actos que el pasado 21 de noviembre conmemoraron el cincuentenario de su propia proclamación como monarca.
Es por ello hasta cierto punto comprensible la frustración del emérito, que se ve relegado a la irrelevancia de su exilio autoimpuesto mientras en España se celebra el inicio de la andadura democrática, de la que indudablemente él fue el principal promotor.
Pero Juan Carlos no puede olvidar que, por mucho que la Monarquía sea una institución de carácter personal, se trata de una institución al fin y al cabo, que debe sobrevivir y sobrevive a su titular coyuntural.
Por eso, tiene que cejar en su afán de reivindicarse continuamente, y mostrar por el contrario la elegancia de quien mira antes por el bien de la Corona que por el suyo propio.
En ese sentido, por mucho que haya planteado su comentario como una solicitud de apoyo para su hijo Felipe VI, con este espaldarazo le hace en realidad un flaco favor.
Y ello porque no es posible soslayar el desprestigio que mancha la figura de Juan Carlos, como resultado de los múltiples escándalos financieros y personales en los que se ha visto envuelto, y que fueron la causa última de su abdicación.
Aunque se haga trágico decirlo, Juan Carlos I ha resultado, a la postre, más beneficioso para la democracia española que para la monarquía.
Desde su salida de España hace más de cinco años, el emérito ha protagonizado demasiados gestos que testimonian su rechazo a asumir que ha dejado de ocupar la Jefatura del Estado. Desde sus numerosos viajes de regreso para participar en regatas de vela, no siempre ejecutados con la debida discreción, hasta la reciente publicación de sus memorias en Francia, que han sido otro factor de incomodidad para Zarzuela.
De un Rey que acusa en su libro al vigente monarca de haberle «dado la espalda» y de «insensibilidad», y que ha aireado su «falta de sintonía» con la actual Reina, se diría que, antes que en velar por la continuidad de su «herencia», está más interesado en ajustar cuentas. Y en mostrar su irritación por no poder volver con honores a España, tal y como querría.
No se antoja muy coherente que el emérito se haya retirado a Abu Dabi para distanciarse y evitar perjudicar la imagen de la Monarquía, mientras a la vez interviene en sus vicisitudes con harta frecuencia. Como si estuviera resucitando aquella inclinación injerencista de su abuelo Alfonso XIII que le valió la acuñación de una expresión peyorativa: «borbonear».
Si Juan Carlos realmente quiere contribuir a la buena salud de la que goza nuestra monarquía parlamentaria, el mejor servicio que puede hacer a esta causa es atenerse a los términos de la desvinculación institucional estricta que acometió exitosamente Felipe VI.
Por eso, cabe recuperar la célebre pregunta con la que Juan Carlos I interrumpió abruptamente a Hugo Chávez en la Cumbre Iberoamericana de 2007, reformularla y dirigérsela ahora a él: Juan Carlos, ¿por qué no te callas?