ABC 30/01/17
IGNACIO CAMACHO
EN su tierra. A pocos kilómetros de la casa donde se crió, a cien metros de una avenida con su nombre, militantes y simpatizantes del PSOE llamaron «Judas», «traidor» y «el de la luz» a Felipe González. Delante de Pedro Sánchez, un hombre que ha ocupado su puesto y que no pronunció en su defensa una mala palabra. Ese es el verdadero legado del sanchismo: unas bases capaces de insultar al gobernante que introdujo el Estado del bienestar, al socialista más relevante de la historia de España. Una radicalización populista que en su resentida obcecación reniega de la tradición más brillante de la socialdemocracia.
Sánchez se ha convertido en el candidato de Podemos. Lo fue el año pasado, cuando se postuló para presidir un Gobierno de coalición con Pablo Iglesias, y ahora vuelve para sabotear la recomposición de su partido con transparente ánimo de revancha. El ex secretario general, que dice defender un PSOE autónomo, no es más que un submarino del populismo en la práctica. Su estrategia de unidad de la izquierda no difiere demasiado del entreguismo de un Alberto Garzón; supone el reconocimiento de la hegemonía de Podemos en el discurso, en la organización asamblearia, en la iniciativa y en la propaganda.
Su postulación tritura cualquier aspiración de unidad interna y aboca las primarias a una confrontación cismática. Si pierde, dejará descolgada a una significativa facción de la militancia; si gana, consolidará la fractura y tendrá que ejecutar una purga entre las baronías a las que ha identificado con la casta. En uno u otro caso, la integración será imposible y no habrá manera de restablecer la convivencia orgánica. Su candidatura devuelve a los socialistas a aquella tarde de octubre, la de su brusco derrocamiento, que querían dar por olvidada. Convierte la pugna por el liderazgo en un conflicto crónico, banderizo, presidido por una hostilidad cainita y desgarrada.
De cualquier modo, al margen del resultado, su presencia en la carrera electoral supone una
podemización del partido, al que desplaza de su papel sistémico arrastrándolo a una deriva de desestabilización democrática. No sólo porque plantea un conflicto de legitimidades entre la estructura representativa y el caudillismo plebiscitario, sino porque la convergencia frentepopulista arrasa la herencia de González, infiltra de extremismo al PSOE y destruye su función histórica como fuerza de Estado. La izquierda española ha llegado a una confusión paroxística en la que hasta es posible que Iglesias pierda su congreso y gane el de su adversario. Los gritos antifelipistas de Dos Hermanas revelan hasta qué punto la etapa de Sánchez ha envenenado al socialismo inoculando a una parte de su clientela el rencor ideológico contra su propia herencia y su mejor pasado. Pero los radicalizados militantes se equivocaban de Judas; el malversador de su causa está en su mismo bando.