Juan Carlos Girauta-ABC
- «La Asamblea de Madrid actúa con la coherencia que le ha faltado al Gobierno y propone algunos cambios legislativos. Entre ellos, la modificación de la Ley General de Subvenciones y de la Ley de Contratos del Sector Público. El triunfo de la propuesta del PP lo es también de ACOM, que lleva años denunciando las distintas formas de antisemitismo en nuestro país»
Es imposible exagerar la importancia de lo aprobado el jueves en la Asamblea de Madrid: una iniciativa legislativa, a defender en el Congreso, para dejar de financiar con fondos públicos a entidades que discriminen o llamen al boicot por, entre otras razones, «motivos antisemitas». La mención debe interpretarse de acuerdo con la definición de antisemitismo adoptada por 31 países a propuesta de la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (IHRA). Entre ellos España.
Al hacer suya la definición, la Asamblea de Madrid actúa con la coherencia que le ha faltado al Gobierno y propone algunos cambios legislativos. Entre ellos, la modificación de la Ley General de Subvenciones y de la Ley de Contratos del Sector Público. El triunfo de la propuesta del PP lo es también de ACOM, asociación independiente de judíos españoles que lleva años denunciando las distintas formas de antisemitismo en nuestro país y cosechando éxitos judiciales contra los boicots.
Por supuesto, los antisemitas de hoy no se reconocen como tal. De ahí la importancia de guiarse por la definición de la IHRA, aunque basta con conocer algo de historia. Lo que hoy llamamos antisemitismo es la prolongación de una serie de estigmas, prejuicios y leyendas a veces milenarios, adaptadas a los tiempos.
En la Edad Media se trataba de antijudaísmo por su trasfondo religioso. Partía de la acusación de deicidio, formulada claramente por Agobardo, obispo de Lyon, en el siglo IX, pero consecuencia de las ambigüedades con que los cristianos de los primeros siglos enfrentaron la dificultad de propagar en Roma una fe basada en la Palabra y en la Persona de un reo ejecutado por el Imperio. El antijudaísmo cristiano durará muchos siglos, provocará las matanzas de judíos durante las Cruzadas, pogromos en el Este, acusaciones infamantes y perdurables como la leyenda de sangre o crimen ritual, la profanación de hostias, la relación patológica con el dinero y la vilificación del judío en la imaginería. Evidentemente, ni los judíos sacrificaban niños ni se dedicaban a profanar la Sagrada Forma. Tampoco poseían los rasgos físicos atribuidos. Acusarlos de mantener una relación enfermiza con el dinero resulta bastante irónico teniendo en cuenta que durante siglos solo se les permitió en Europa dedicarse a las actividades más odiosas e ‘impuras’: recaudadores de impuestos y prestamistas. De la época medieval procede la obligación a los judíos de llevar un distintivo amarillo. Lo religioso fue a menudo una excusa: consta, por ejemplo, que los responsables de la masacre de York de 1190 eran nobles endeudados cuyo objetivo último era quemar las pólizas de sus préstamos. A menudo la historiografía clausura la Edad Media en 1492, el año de tantas maravillas para España, y también aquel en el que los Reyes Católicos, a su pesar, expulsaron a los judíos que no se convirtiesen. Decisión que Inglaterra y Francia habían tomado, por cierto, dos siglos antes (1290 y 1306).
Los judíos seguirán siendo el chivo expiatorio de Occidente en la Edad Moderna. La paulatina bestialización que había inaugurado la imaginería religiosa medieval resurge en las caricaturas de la prensa del siglo XIX. Del antijudaísmo, la Europa industrial salta al antisemitismo en su acepción primera: con positivas connotaciones de reivindicación lo acuñó Wilhelm Marr. Una serie de autores reproducen los viejos clichés, pero ahora desde posiciones ‘científicas’, influyendo poderosamente en la opinión pública. Es la época de los grandes logros tecnológicos… y del racismo supuestamente ilustrado. La de la frenología, la craneometría y demás paraciencias de infausto recuerdo. La del siniestro Arthur de Gobineau, inventor del mito de la raza aria, y de Paul de Lagarde: «La triquina y los bacilos no admiten educación. Se los extermina con la mayor rapidez», escribe sobre los judíos. Esto no supone la desaparición del antijudaísmo religioso. Todavía. Habrá que esperar a Juan XXIII y al Concilio Vaticano II para que se corrija esa lacra en la Iglesia Católica. Desde entonces, Juan Pablo II y Francisco han destacado como amigos de los judíos, nuestros «hermanos mayores» según fórmula del primero.
El antisemitismo contemporáneo, tras el Holocausto, no puede anclarse en razones raciales, salvo en boca de marginales salvajes. Hoy adopta el disfraz de antisionismo. Bajo tal etiqueta reviven los prejuicios atávicos. Con fidelidad escalofriante en ilustraciones de prensa: el judío demoníaco de nariz ganchuda. El apócrifo ‘Los protocolos de los sabios de Sión’, pieza de propaganda fabricada por los espías del Zar en París a principios del siglo XX, alimentó la leyenda del gobierno mundial de los judíos. Está detrás del ambiente previo al Holocausto, los islamistas lo siguen leyendo y mucha gente corriente con la que convivimos sigue creyendo en la conspiración judía global.
La idea de que Israel no merece un Estado (eso es el antisionismo), subyace en la financiación del terrorismo por la Unión Europea. En efecto, las familias de los asesinos de judíos reciben pensiones vitalicias de la Autoridad Palestina que salen de nuestros impuestos. En la era de lo identitario solo hay una identidad sospechosa: la judía. Solo un Estado está en duda: el Estado refugio de los judíos. La Iglesia ha corregido el milenario error. España concede la nacionalidad a los descendientes de los expulsados. Para acabar de limpiar tanta injusticia nos falta una asignatura, y la Asamblea de Madrid va a llevar el examen al Congreso de los Diputados. Veremos si estamos a la altura o si preferimos seguir agarrados al eterno chivo expiatorio.