Ignacio Camacho-ABC
- Sostiene el Supremo que el poder quiere una justicia silente y sumisa, mera extensión mecánica de las mayorías políticas
El Derecho no es una herramienta instrumental de la democracia sino su base misma porque ningún régimen de libertades puede asentarse sin respetar el principio de seguridad jurídica. Las elecciones por sí solas no bastan; son la separación de poderes y los contrapesos institucionales los que garantizan que gobiernos legítimamente elegidos no caigan en derivas autoritarias. Jefferson, que algo sabía del tema, concebía las constituciones como un sistema de equilibrios fundado en la desconfianza: el pueblo pone con ellas límites a la tentación humana de utilizar el poder como palanca de dominancia. Las leyes son la defensa de la nación contra el abuso, la prepotencia, el capricho y otras desviaciones arbitrarias.
Por eso el auto en que el Tribunal Supremo rechaza los recursos contra la inaplicación de la amnistía a los delitos de malversación debería enseñarse en las facultades de Derecho. No por el sentido de la decisión sino por la relevancia de sus argumentos. Sostiene el ponente, Manuel Marchena, que la función judicial no puede limitarse a la simple traslación automática –«respuesta logarítimica»– de un mandato verbal impuesto por el poder político a la medida de sus deseos. Y que la función de los magistrados es la de interpretar la norma en sus estrictos términos, mediante pautas racionales, motivadas y analizadas a la luz de su experiencia y conocimiento técnico. Ateniéndose no a lo que quisieron decir los legisladores ni al contexto sino a lo que real y expresamente dijeron.
Sostiene también Marchena, con tanta claridad como firmeza, que la nomenclatura dirigente trata de extender la falsa noción de una judicatura sumisa y silente –«jueces de boca muda»– que le debe obediencia y ha de plegarse a su criterio sin ejercer su propia deliberación hermenéutica. Ésa es la idea clave del debate sobre el papel de la justicia como extensión mecánica de la correlación de fuerzas políticas, de tal modo que el sesgo de la mayoría parlamentaria impregna y determina al resto de las instituciones, anula su independencia y las acomoda a su hegemonía. La tesis de la legitimidad única –el ganador se lo lleva todo– que está en la base de la autocracia populista.
Otra cosa es que la doctrina de la Sala Penal vaya a sobrevivir a la revisión del Constitucional, a la prestidigitación creativa de Conde-Pumpido y de María Luisa Balaguer, defensora expresa del constructivismo como fórmula moderna de ‘aggiornamento’ jurídico. El Supremo se lo ha puesto difícil tejiendo su resolución con hilo fino, pero existen pocas dudas respecto al signo del veredicto de amparo. Tendrá que ser la Corte europea, si el asunto llega hasta allí, la que pronuncie la última palabra de un caso que más allá de sus derivadas coyunturales afecta a conceptos esenciales del Estado democrático. A la diferencia entre vendar los ojos a la Justicia o amordazarle los labios.