Arcadi Espada-El Mundo

Mi liberada:

Los socialistas de Valencia, siempre a la vanguardia de la corrupción, han hecho correr el animalito del veredicto social, a propósito de la sentencia contra la que nuestro Tadeu ha llamado en feliz paronomasia La Manada Mamada. Dicen los socialistas que la sentencia no recoge el veredicto social y quieren decir que hubo violación y que los jueces no la han considerado. La palabra veredicto está ajustada al caso. Es frecuente que en castellano se confunda con sentencia cuando veredicto solo alude al fallo del jurado, que no se traduce en núcleo de la sentencia hasta la redacción y firma del juez. Pero ya digo que se adecua al caso y describe con exactitud lo que está sucediendo en el ambiente moral español. Los jueces han quedado reducidos a la firma. El pueblo dicta el veredicto y ellos (o mejor ellas: juzga la calle y por sufragio cualificado) añaden algunas consideraciones técnicas destinadas a disfrazar la evidencia del dictado. Y que cumplen también una interesante función de distracción en el doble sentido del término. Los jueces españoles –¡y qué decir de los alemanes y su ingeniosa violencia necesaria!– escriben en código fuente para que los rábulas se den luego en los periódicos a la interpretación y a la bebida. Una sentencia española ha dejado de ser el claro, seco, sintáctico y comprometido relato de la verdad para convertirse en un piélago de justificaciones en torno a los hechos que se juzgan, y lo que es peor, en torno a muchos otros que no se juzgan y que nutren el llamado veredicto social.

De ahí que resulte admirable el particular voto que este nuevo héroe civil, el juez Ricardo González, ha incrustado en la sentencia y donde pide la absolución de los condenados. Su poder de convicción radica en la brutal exposición de los hechos a través de una prosa con el tacto inexorable del proctólogo que explica una enfermedad. Las circunstancias le obligan. El documento fundamental del caso es una grabación de vídeo de 96 segundos hecha con un teléfono móvil que recoge parte de lo que sucedió entre los hombres y la mujer. Este vídeo solo han podido verlo el juez y las partes, lo que obliga a describirlo, porque las sentencias se escriben para la instrucción y ejemplo del pueblo y deben ser comprendidas por él. Tal vez por eso el editorial de este diario decía ayer que el voto discrepante contenía «expresiones humillantes e inapropiadas hacia la víctima». Es el problema, a veces, de la verdad y de juzgarla: que es humillante e inapropiada. Tiene interés subrayar que, en este caso, el veredicto social se ha conformado más desprovisto aún que de costumbre de la realidad fáctica. Es decir, sin haber visto el vídeo. Al margen de la discusión sobre la existencia de abusos el vídeo solo exhibe públicamente conductas privadas. No documenta, por poner un ejemplo, el instante de un asesinato, sino banales movimientos del sexo entre humanos. Y son meditables las razones de que haya permanecido secreto y blindado a la curiosidad y el escarnio públicos, en un país donde todo está expuesto, incluidas las muestras de una patológica conducta cleptómana. Se aduce, obviamente, la necesidad de proteger de la cruda objetividad de la imagen los derechos de la víctima y de los acusados. Pero es una razón débil: las caras podrían velarse. Es probable que la dura objetividad sea la causa del secreto.

El voto particular es igualmente tajante no solo en la descripción de los hechos, sino en la aceptación de las conclusiones a que obligan los hechos. Es un voto hijo de la inducción a diferencia del carácter deductivo de la sentencia. En el fondo del voto particular hay una frustrante pero impecable conclusión: dadas las circunstancias de aquella madrugada de Pamplona no es posible determinar si los cinco hombres forzaron la voluntad de la única mujer. El veredicto social dice #yoestuveahí, pero el juez sabe que es mentira. Sabe que ni siquiera C –con un gramo de alcohol en sangre– estuvo ahí. Para ser coherentes con su relato de los hechos –entre el relato mayoritario y el discrepante no hay más que la discrepancia sobre un gemido, dolor o placer, cómo interpretarlo– los jueces que condenaron habrían resuelto que hubo violación. Pero tampoco confían plenamente en los hechos que describen. Por esa rendija de incertidumbre se cuela el veredicto social, que exige la condena prevista para las violaciones. El resultado es que la verdad se convierte en una negociación, en una equidistancia. Y los jueces acaban sentenciando, inconcebiblemente, que C quedó un poco embarazada.

La apariencia de ecuanimidad de la sentencia no ha aplacado la ira del pueblo. Ese pueblo, hoy dominante en la conversación española, para el que la violencia de Alsasua fue una discusión de bar, que acepta legislar en caliente según sea el carácter de los acusados (se comprenderá que no es lo mismo una mujer, y negra, e inmigrante, que un hombre, y blanco, y guardia civil) o que acepta como un acto ejemplar de libertad de expresión quemar en efigie al jefe del Estado, lo que no sucede en ninguna democracia seria del planeta. El pueblo está en su fumadero, donde ha estado siempre. Como decía ayer Sebreli en El País, ya no es la religión, sino los medios, su opio. El problema son las vaharadas mefíticas que se filtran por las ventanas. Y la mejor expresión de hasta dónde llega la alucinación colectiva es la reacción de tantos políticos españoles a la sentencia que condena a nueve años de cárcel –uno menos que por homicidio– a La Manada. La reacción importante no es la que se pone a disposición del pueblo alzado en red para cambiar la ley a su gusto errático. En lo que respecta a los planes automáticamente genuflexos del Gobierno Rajoy, esto puede no ser más que otra manifestación de su cinismo ya terminal. La desmoralización auténtica cunde al oír a dirigentes políticos decir que como tales respetan la sentencia, pero que como ciudadanos, padres, hijos, hermanos la rechazan profundamente. No recuerdo un caso en que la ley, en que su defensa ¡y la legítima emoción de su defensa!, hayan caído tan bajo en España. De la izquierda nada hay que esperar ni es novedad en este sentido. La posición de la izquierda quedó descrita en aquellas palabras de la alcaldesa Ada Colau cuando dijo que solo acataría las leyes que le parecieran justas. Aunque expresada con ingenuidad menor esto es lo que piensa y hace la izquierda española con la ley. Más sorprendente es que PP y Ciudadanos se vean obligados a decir el día no lejano en que se condene a los integrantes del gobierno presuntamente criminal de Cataluña que respetan la sentencia como políticos pero la rechazan como ciudadanos. ¿Es capaz de percibir quien suelta esa inepcia en qué lugar deja a la ley, a la política y a la propia democracia? ¿No comprenden que la ley es el punto de intersección entre el político y el ciudadano, entre los intereses particulares y los intereses generales, y hasta la sutura, si quieren emplear este lenguaje dualista, entre la emoción y la razón? Cualquier ciudadano puede criticar una sentencia. No es preciso que sea experto en Derecho. Basta con que razone. Pero ningún ciudadano puede rechazar una sentencia. La ley se critica, pero no se rechaza, porque detrás del rechazo solo aguarda la implacable jungla sentimental.

España necesita un voto particular. Pero no hay a quién dárselo.

Y tú sigue ciega tu camino.

A.