Jueces y parte

ABC 08/12/16
ISABEL SAN SEBASTIÁN

· La sumisión de la Fiscalía no es un formalismo orgánico, tiene consecuencias prácticas

PARA no ser menos que sus predecesores en el cargo, el ministro de Justicia, Rafael Catalá, propone una reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que agilice el proceso interminable por el que se rigen hoy las causas penales, siguiendo ritmos más propios del siglo XIX que del XXI. No es el primero en hacerlo. Alberto Ruiz Gallardón llegó al mismo despacho con un propósito semejante y se marchó de él sin cumplirlo, probablemente porque a nadie en las altas esferas del poder conviene meter la mano en un avispero como el del universo togado, tan íntimamente ligado al de la política, cuando debería situarse en sus antípodas. O acaso porque quien dispone de recursos ilimitados para estirar ciertos pleitos hasta el infinito (léase a menudo la prescripción) no tiene interés alguno en acortarlos. Sea como fuere, lo cierto es que Catalá vuelve a la carga con una idea que a simple vista se antoja chocante, por no decir directamente obscena: que sean los fiscales, y no los jueces como ocurre ahora, quienes instruyan una causa. Es decir, que los encargados de acusar, dirigir la actuación de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad y acumular pruebas contra un imputado sean los miembros de un cuerpo sujeto a dependencia jerárquica, cuyo máximo dirigente, el fiscal general del Estado, es designado por el Gobierno previa valoración de su idoneidad por la comisión correspondiente del Congreso de los Diputados. Esto es, depende directamente del poder Ejecutivo y en menor medida del Legislativo, lo que le priva hasta de la mera apariencia de independencia imprescindible para brindar esperanzas de imparcialidad al encausado.

Quienes hemos tenido la desgracia de toparnos cara a cara con la Justicia sabemos que la condición de juez no garantiza en modo alguno esa cualidad, íntimamente ligada a la honestidad del juzgador. No pocos anteponen sus simpatías o antipatías personales, su ideología o sus ambiciones a la interpretación estricta de la ley, con el consiguiente impacto en el proceso correspondiente. Su dependencia deriva, además, de que sus posibilidades de ascenso profesional están ligadas a las decisiones de un órgano completamente politizado como es el CGPJ. Pero al menos no reciben órdenes de un superior cuyo jefe ha sido nombrado a dedo por un partido. Muchos, quiero crer que la mayoría, actúan honradamente, sin otra guía que su conciencia y sus conocimientos jurídicos. Lo que no puede decirse de los fiscales, no porque les presuma menos integridad, sino porque su estatuto les obliga a cumplir lo que les mandan o sufrir las represalias inherentes a su rebeldía. Que se lo digan por ejemplo a Eduardo Fungairiño, cesado fulminantemente como jefe de la Fiscalía de la Audiencia Nacional en tiempos de Zapatero por su renuencia a tragarse las ruedas de molino subsiguientes a la negociación con ETA. O a Torres Dulce, en pleno desafío del separatismo catalán. O a tantos otros que llegaron a creerse eso de que su sumisión al poder político era un formalismo orgánico sin consecuencias prácticas.

Afirma el ministro Catalá que en buena parte de Europa son los fiscales quienes instruyen. Olvida añadir que en la mayoría de esos países el Ministerio Público es totalmente independiente del Ejecutivo y el Legislativo, como debería ocurrir aquí si no hubiese sido asesinado Montesquieu con la complicidad explícita o tácita de todos los actores presentes en nuestro escenario democrático. Todos menos Ciudadanos, o eso decía, por más que ahora permanezca muy callado. Quedamos a la espera de saber cuándo anununcia el titular de Justicia una reforma del estatuto de la Fiscalía para desligarla por completo del control que ahora ejerce sobre ella ese gran hermano monclovita que todo ansía someter, sean cuales sean sus siglas.