José Juan Toharia-El Confidencial
- Torpedear la Justicia implica dañar seriamente el funcionamiento de nuestra democracia: supone anteponer el interés de unos pocos al interés común. Un auténtico delito (moral) de lesa patria
Jueces y políticos: los segundos echan sistemáticamente las culpas a los primeros; pero pese a su machacona insistencia, los ciudadanos, de forma masiva, consideran que la principal responsabilidad de la práctica totalidad de las deficiencias de nuestra Justicia corresponde a los segundos. Sondeo tras sondeo, más del 80% de todos los españoles (el 84% en el último, realizado por Metroscopia el pasado mes de mayo) declara que “todos los gobiernos, cualquiera que sea su color ideológico, muestran más interés por tratar de controlar la Justicia que por proporcionarle los recursos que precisa para poder funcionar de forma adecuada”.
La ciudadanía no yerra: la Justicia está endémicamente mal dotada en medios personales y humanos, y ese es, en realidad, su principal problema. Es la tercera, en la Unión Europea, con mayor carga de trabajo (5,5 millones de casos ingresaron en nuestros tribunales en 2020) y, al mismo tiempo, es la quinta de la Unión (del total de 27) que cuenta con una menor proporción de jueces por habitante. ¿Cómo no sospechar —como hace el ciudadano medio— que, dado lo difícil que en realidad resulta torcer el brazo a la Justicia, lo más eficaz —política y miserablemente hablando— sea torpedear su eficiencia general saboteando sus engranajes?
Con sorprendente e irresponsable ligereza, nuestros políticos se refieren (en privado, se entiende: es decir, en privado, pero para que se acabe sabiendo públicamente) a este o aquel juez como “de los nuestros” o “no de los nuestros”. Una ligereza que en realidad constituye un ultraje, no solo para ese concreto juez, sino para toda la judicatura. Ocurre que, en nuestro país, la actual clase política ha perdido algo que sí se esforzó por conseguir la que llevó a cabo la transición a la democracia: espíritu de cuerpo; es decir, honor corporativo. ¿Cómo puede merecer credibilidad, consideración y respecto social una actividad cuyos ejercientes se dedican fundamentalmente a denigrarse respectivamente, sin entender que una mancha grave sobre uno de ellos afecta, en realidad, a todos, por encima de su concreta coloratura política?
Lo que en la actualidad salva a nuestra sociedad es que los grandes grupos sociales que la articulan han logrado eludir el lodazal en que se ha convertido la política. Nadie cuestiona, por ejemplo, la honorabilidad y absoluta imparcialidad de los inspectores de Hacienda, de los abogados del Estado, de la policía o de los técnicos de la Administración civil. Y tampoco la de los jueces, por más que estos (sin duda por su papel de celadores últimos de la legalidad) estén siempre en el campo de tiro de los políticos, que los convierten en carnaza mediática. Decir de un juez que “es de los nuestros” implica algo tan grave como considerarle una marioneta que se moverá conforme se le indique: una completa estupidez para cualquiera que conozca mínimamente el funcionamiento real, cotidiano, de nuestra Justicia.
Por supuesto que hay jueces ideológicamente de derecha, de izquierda o de centro: faltaría más. Como cualquier ciudadano, tienen sus ideas y preferencias políticas (y, por cierto, las proporciones de jueces que se definen como de derecha, centro o izquierda no difieren significativamente de las que se registran entre el conjunto de la ciudadanía). Pero me gustaría saber dónde están (y quién los ha hecho) esos estudios que parecen avalar de forma tan irrebatible la afirmación de que los jueces, llegado el caso, se mueven por presiones políticas. Llevo casi toda mi vida profesional como sociólogo (más de 40 años ya) estudiando nuestra judicatura (la judicatura, conviene subrayarlo, de una democracia internacionalmente definida como avanzada). Y puedo afirmar, con rotundidad, que en modo alguno es así. Entre los jueces predomina ante todo no la ideología política, sino ese antes aludido espíritu de cuerpo: la búsqueda, con su actuación profesional, del honor profesional; es decir, del reconocimiento de sus colegas como digno miembro de la corporación que tiene constitucionalmente conferido el poder de juzgar.
A los políticos actuales, según se ve, les cuesta entender esto. Ven el resto de las instituciones a través de su teñido y distorsionado cristal. Quien crea que controlando el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) se controlan las sentencias de los tribunales (y especialmente las del Supremo) puede tenerse por un sutil y perspicaz Talleyrand, pero en realidad está en Babia. El CGPJ no es un órgano jurisdiccional: realiza nombramientos (y me parece ridículo añadir que las personas nombradas no firman, al aceptar, compromiso alguno de obediencia ciega a nadie). El CGPJ no es un sindicato de jueces (por cierto: la mitad de los jueces no pertenece a ninguna de las tres principales asociaciones profesionales existentes: es por tanto una falacia afirmar que en la judicatura predomina la orientación conservadora, por más que esta sea la consideración en que se tiene a la asociación con mayor número relativo de afiliados). El CGPJ, integrado sucesivamente por vocales tenidos por más o menos progresistas o conservadores, ha nombrado a juzgadores de diversos colores ideológicos para puestos relevantes.
La ideología personal de los jueces solo preocupa a los políticos: no a los propios miembros de la judicatura. Es sabida la amistad y afecto que unió a una figura judicial tan emblemáticamente progresista como Ruth Bader Ginsburg con otro gran juez, Antonin Scalia, portavoz del ala más conservadora del Tribunal Supremo estadounidense. Iban juntos a partidos de béisbol, compartieron confidencias personales y discusiones ideológicas. Pero además de mostrarse afecto, se respetaron en sus permanentes desacuerdos. En privado y, sobre todo, en público. Que nuestros políticos sean, lamentablemente, incapaces de ofrecer como algo rutinario ejemplos de este tipo no quiere decir que, sin luces y focos, no se den en cambio también dentro de nuestra judicatura. El pulso interno de la vida cotidiana judicial no tiene nada que ver con el ‘taquicárdicamente’ teatral pulso político.
Torpedear la Justicia (regateándole sistemáticamente los medios que perentoria y crónicamente necesita, o bloqueando con impresentables pretextos partidistas, explícitos o implícitos, la renovación de su órgano de gobierno, o promulgando deprisa y mal reformas que resultan impresentables) implica dañar seriamente el funcionamiento de nuestra democracia: supone anteponer el interés de unos pocos (parcial, miope y por lo general mezquino) al interés común. Un auténtico delito (moral) de lesa patria.
Y por cierto: un último dato especialmente significativo. Para ocho de cada 10 españoles, nuestra Administración de Justicia constituye la salvaguarda última de nuestros derechos y libertades. Llevan diciéndolo con la misma intensidad (y sondeo tras sondeo de los que periódicamente lleva a cabo Metroscopia) desde hace ya tres decenios. Lamentablemente —y ese es sin duda nuestro gran problema como país— nunca se obtiene, en proporciones mínimamente comparables, esa respuesta para el caso de nuestros actuales políticos, que son los actores peor valorados de toda nuestra escena institucional. Por algo será.
*José Juan Toharia es catedrático (E) de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid y presidente de Metroscopia.