Kepa Aulestia, EL CORREO, 15/9/12
Urkullu no tendrá más remedio que mirarse en los saltos hacia delante que preconice la izquierda abertzale
Las palabras de Iñigo Urkullu al presentar el programa del PNV para la próxima legislatura autonómica se hicieron eco de manera casi imperceptible de la manifestación independentista de Barcelona y de su vindicación por parte de Artur Mas. El líder jeltzale habló de que los vascos tenemos la oportunidad de emprender la transición que quedó pendiente en 1977, olvidándose de que ello propició treinta años de poder ininterrumpido a su partido. Amnesia que late también entre los nuevos ‘convergentes’, incluido el muy honorable Pujol. La transición anunciada –catalana o vasca– no constituye un proceso tasado sino el recurrente anuncio de un éxodo hacia el horizonte que la historia habría previsto para toda identidad nacional. El pudor europeísta ha llevado a Mas a evitar el término independencia para, a cambio, referirse a la gestación de estructuras de Estado en Cataluña. Su mera evocación supera el ‘plan Ibarretxe’ y su reedición –formalmente más moderada– por parte de Urkullu con el anuncio del año 2015 como meta para el estatus político que liberaría a Euskadi de continuar siendo una mera autonomía de primera.
Pero el éxodo soberanista no se debe únicamente a la inexistencia de una previsión constitucional o estatutaria que facilite el tránsito a ese estadio superior. Responde también al vértigo que genera la inseguridad económica y social que acompaña a tan comprometida apuesta. El recurso a la manifestación, distendida y hasta familiar, evoca el éxodo con toda su épica pero sin incurrir en riesgos innecesarios. El hito del 11 de septiembre de 2012 quedará grabado en la memoria política de estos años, de manera que si el camino emprendido se abre finalmente paso hacia el ‘Estat catalá’ es probable que muchos catalanes se sientan obligados a reescribir su pasado para demostrarse que ya entonces eran independentistas, que se movilizaron en aquella Diada, que fueron partícipes desde un principio. Pero la fuerza de esa mitad de catalanes que se manifestaron el pasado martes o se identificaron con la marcha no se halla en su capacidad para interpelar a la otra mitad, sino todo lo contrario: se encuentra en su disposición a formar parte de una marea sosegada. ‘Amable’ era el término que en su día utilizó el lehendakari Ibarretxe.
De manera instintiva quienes tratan de obtener alguna renta política de la manifestación se esfuerzan en presentar el movimiento como un fenómeno normal y compatible –por ejemplo– con las tareas de gobierno. Desdramatizar fue la consigna desde el primer recuento de manifestantes. Todo el mundo dice ahora que se veía venir, pero todo el mundo actúa de manera sobrevenida, renunciando a un mínimo de espíritu crítico y adhiriéndose al acontecimiento como si la Diada 2012 empujara inexorablemente en una determinada dirección. Artur Mas está empedrando el camino hacia su encuentro del próximo jueves con Rajoy como si, lejos de evitar su presencia en la marcha, la hubiese convocado y encabezado él. Todo lo demás ha pasado a segundo plano. La manifestación independentista es el cortafuegos idóneo para eludir la intervención del Gobierno central sobre la autonomía catalana. La Generalitat queda resguardada frente a la inquietante magnitud de su deuda pública, su imperiosa necesidad de recurrir al Fondo de Liquidez Autonómica e incluso ante la posibilidad de que se vea obligada a solicitar el rescate total.
La fatiga mutua entre España y Cataluña, a la que Mas aludió en su intervención del pasado jueves en el hotel Ritz de Madrid, podría describir con certeza la situación. Aunque la intención del presidente de la Generalitat iba más allá. Reflejó el sentimiento de agravio que afecta a muchos catalanes; especialmente a aquellos que se consideran fiscalmente expoliados por el Gobierno central. Pero al mismo tiempo quiso explicar su posición a partir del cansancio que sus demandas generarían en el resto de los españoles. Una manera sintomática de justificar la separación como si respondiera no tanto a un acto de voluntad si no al agotamiento de una etapa necesariamente fugaz de convivencia.
Ayer la izquierda abertzale tuvo el acierto de hacer pública una propuesta concreta para viabilizar la meta soberanista sin más rodeos: una declaración unilateral de independencia. Es significativo que hasta ahora nadie, ni en Cataluña ni en Euskadi, se haya atrevido a cortar tan por lo sano en esta cuestión. De hecho la propia izquierda abertzale trató el tema como mero trámite, sin el ritual de solemnidad que ha concedido a otras cuestiones. En cualquier caso ese es el espejo en el que deberá mirarse el PNV de Urkullu de cara a las elecciones del 21 de octubre: su agenda soberanista puede verse desbordada porque EH Bildu preconice, de entrada, una declaración de independencia por parte del nuevo ‘parlamento vascongado’.
La manifestación de la Diada fue un gesto masivo y en esa medida elocuente. Pero una declaración institucional de independencia aprobada por una mayoría parlamentaria contaría –aunque no alcance los dos tercios de la Cámara– con la posibilidad de emplazar a los ciudadanos a ratificar su posición mediante la convocatoria de una consulta que provocase una espiral de tensión con Madrid proclive a un soberanismo de facto. El modo idóneo para convertir la fatiga mutua en auténtica espoleta. El envite de la consulta lanzada por Mas en Madrid solo podría adquirir peso político si procediera a un adelanto electoral en Cataluña. Aquí contamos con la ventaja de unos comicios a un mes vista.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 15/9/12