Gabriel Albiac-El Debate
  • Las sentencias no se cumplen. La que condenó por secuestro a la madre, fue indultada. La que ordenaba entregar el hijo al padre, hace cinco días, quedó en suspenso

Los mitos son intemporales. Es eso lo que hace que, al leer en la Ilíada el llanto de los caballos de Aquiles ante el cuerpo desguazado de Patroclo, al lector lo arrebate una conmoción más intensa que la que cualquier inconveniente cercano le haya impuesto. Sucede con muy pocos relatos. Con los primordiales: los que ponen en juego la red arquetipos en cuyo tejido veía Georg Groddek dibujarse la textura de la subjetividad humana. Nadie mentalmente sano puede leer a Sófocles, o a Esquilo, o aún más a Eurípides, sin saberse herido en lo más profundo, en lo más inconfesable de sus fragilidades.

Los humanos somos –es lo más triste– una inflexible mecánica de repeticiones. Los decorados cambian, los afectos –para bien como para mal– retornan en el fluir circular de los milenios. Y en ese desasosiego que cada irrupción de su giro nos impone, se cifra buena parte de la gravedad humana. Y de la ausencia completa de esas soluciones armónicas que nuestra imaginación y nuestro deseo preferirían darnos.

Con la Medea de Eurípides en la mano, voy siguiendo la guerra triste de los cónyuges Rivas y Arcuri. Cuyo campo de batalla son dos hijos. Menores, cuando empezó el combate. Mayor de edad ahora uno de ellos; legalmente, pues, exento del conflicto; y enfrentado ahora a la íntima escaramuza en la cual va a jugarse al cabo su destino de hombre. Menor, el otro; y sólo pues protegido, en ese campo de batalla que sus genitores despliegan, por el frío código de una ley que no debiera nunca ceder a ningún tipo de constricciones sentimentales. Porque el «senti-miento» miente. Siempre. Para imponer como grandioso eso que no nos atrevemos a confesar placentero.

La escena de una funcionaria administrativa –una tal Granados– incitando a un menor a «gritar» y llorar contra su padre ante las cámaras que están ahí para hacer de altavoces, es repugnante. No dudo de que pocas personas decentes habrán contemplado sin asco esa coreografía en la que una asesora municipal espolea a un niño a la obscena tarea de conmover, más aún que a los jueces, a los desprevenidos televidentes a la hora de la cena. La corrupción de menor es un delito horrendo. Pero, ¿no es acaso este modo de pervertir los sentimientos infantiles el modo más sucio de corromper a un niño? Tengo mis dudas. Las tenía Medea en la tragedia de Eurípides: «No te acobardes, y no te acuerdes de los niños, de los que quieres, de los que pariste; olvídate en este breve día de tus hijos y llora luego; porque aunque les darás la muerte, sin embargo nacieron hijos tuyos muy queridos; y yo mujer infortunada».

En la batalla a muerte que enfrenta a dos humanos que alguna vez se amaron, los índices de crueldad no conocen límite. Se trata de hacer daño. Mucho. Lo más posible. Con, naturalmente, las raras y tan loables excepciones. Es, por esto, tan difícil la tarea de un juez de familia. Que aprende enseguida cómo no está juzgando casi nunca hechos. Está juzgando fantasmas. Los que fueron cristalizando en años, o aun en décadas, de convivencia enferma. Y cuyos letales relatos hablan tanto de odio, miedo o resentimiento, cuanto de realidad. El juez de familia sabe que debe desbrozar esa envenenada maleza con el frío bisturí que la ley le otorga. Y que ceder a llantos o conmociones sólo habrá de conducir a lo peor. Inexorablemente. Ni en el llanto ni en la conmoción hay verdad. Nunca. La dura tarea de un juez es, no sentimental, matemática.

Así parecen haber actuado los jueces –italianos como españoles– en este asunto. Con un desenlace que debiera dejarnos a todos atónitos. Las sentencias no se cumplen. La que condenó por secuestro a la madre, fue indultada. La que ordenaba entregar el hijo al padre, hace cinco días, quedó en suspenso. Hoy todo vuelve al punto de partida. Salvo nuestra cordura. Sí, los mitos son intemporales.