ABC-IGNACIO CAMACHO
La aclamación de ciertas series como paradigmas culturales barrunta un fenómeno de infantilismo social muy relevante
LA noche de Tejero, cuando Felipe de Borbón acababa de cumplir 13 años, su padre lo llamó a su despacho para que viviese junto a él las horas inciertas del golpe de Estado. Muchos años después, ya coronado Rey de España, Pablo Iglesias le regaló un estuche de DVDs de «Juego de Tronos» con la ilusa pretensión de enseñarle algo que el monarca, hijo y nieto de príncipes exiliados, había mamado en su casa desde que era un renacuajo. Cabe esperar que, en sus clases de Ciencia Política, el jefe de Podemos utilizara mejores materiales didácticos que una brillante ficción televisiva con dragones voladores, ejércitos de zombis y rasputines enanos, en la cual se aprende tanto sobre las conjuras dinásticas como sobre antropología en «El planeta de los simios» o sobre el jazz en «Los aristogatos». Lo alarmante del caso no es la banalidad intelectual de un profesor, tan frecuente en el ámbito universitario, sino que un tipo de adanismo tan pazguato esté hoy, principio de Peter mediante, a punto de gobernar sin mayor adiestramiento práctico que el de una serie en la que se zanjan los conflictos cortando cabezas de adversarios.
No hay spoilers argumentales en este artículo porque el interés del autor por el exitoso y violento culebrón se venció en la segunda temporada. Cuestión de gustos: no tengo ninguna objeción sobre las tramas fantásticas pero prefiero las que abordan la complejidad de las relaciones humanas, y tampoco hallé en JDT esas perspicaces metáforas sobre el poder que han deslumbrado a sus millones de entusiastas. Debo de tener la sensibilidad obsoleta o embotada, pues en materia de intrigas de ambición política me quedé en la fineza de Maquiavelo, en la sobrecogedora y tormentosa brutalidad de las tragedias shakespereanas o en el nihilismo con que Büchner ejemplifica en Danton la sangrienta deriva revolucionaria. Y si de televisión o de cine se trata, dudo que nadie ni nada se haya siquiera aproximado a la gélida dureza barrial de «The Wire» o a la tensa elegancia con que la saga de «El Padrino» despachó las pulsiones eternas de la traición y la venganza. Las truculentas peripecias de los Stark y los Lannister, con su tenebrosa escenografía tolkeniana, me provocan la misma indiferencia árida que la pretenciosa inverosimilitud con que «House of Cards» se jacta de retratar el lado oscuro de la democracia americana.
Tal vez constituya un pecado de elitismo desdeñar como triviales productos de evasión estas creaciones facturadas con sofisticada técnica narrativa y vistoso trazo. Pero también resulta inevitable barruntar un fenómeno de infantilización social creciente en su aclamación como paradigmas culturales contemporáneos. Y cuando nos preguntemos de dónde surge el populismo tal vez convenga reflexionar sobre las bases de una educación que iguala el rango de los folletines de gran consumo con el de la enseñanza de los clásicos.