Ignacio Varela-El Confidencial
- Uno de los rasgos más llamativos de los actuales dirigentes políticos, además de su radical insensibilidad por la salud institucional del país, es que tienden a creerse mucho más listos de lo que son
En primero de negociación se aprende que, para llegar a un acuerdo entre políticos, las partes han de estar predispuestas a que el éxito sea compartido. Es decir, que queden en iguales condiciones para lucir las medallas derivadas del pacto: tanto de su contenido como del hecho mismo de alcanzarlo. En algún momento del proceso negociador hay que firmar unas honrosas tablas, incluso si los interlocutores sienten que la posición es ligeramente más favorable para alguno de ellos. De esto saben mucho los sindicatos y las organizaciones empresariales, únicos agentes de nuestra vida pública que han desarrollado una cultura de la negociación merecedora de tal nombre.
Este penúltimo simulacro de negociación sobre los máximos órganos de la Justicia ha fracasado por dos motivos. El primero, obviamente, es que el correcto funcionamiento de esos órganos les importa un comino a los presuntos negociadores. Por suavizar el juicio, dejémoslo en que otras cuestiones les importan mucho más, hasta el punto de asumir sin excesivo sufrimiento el escándalo de que concluya la legislatura con los deberes constitucionales sin hacer.
El segundo motivo del fracaso es que convirtieron la negociación misma en un burdo forcejeo de pillastres ventajistas, dispuestos a que el jaque mate fuera el único desenlace aceptable. Para ello sembraron el terreno de trampas y emboscadas recíprocas, tan groseramente visibles que era imposible que el adversario no las percibiera. Uno de los rasgos más llamativos de los actuales dirigentes políticos, además de su radical insensibilidad por la salud institucional del país, es que tienden a creerse mucho más listos de lo que son.
En dos entrevistas consecutivas (el lunes con Alsina, el martes en El Mundo), Esteban González Pons justifica la espantada del PP con un puñado de pretextos y explicaderas alambicadas en las que prefiero creer que no cree. Destaco tres de ellas.
Sostiene el dirigente del PP que “no se trata solo de cambiar nombres”. Entonces, ¿de qué se trata? Porque a mí me parece exactamente lo contrario: que, con un planteamiento honesto del problema, la tarea de renovar el órgano de gobierno del Poder Judicial debería consistir estrictamente en encontrar a las personas adecuadas para esa responsabilidad. Únicamente un desencuentro insalvable en los nombres justificaría el retraso o la elusión de una obligación que, recordemos, no es potestativa ni la Constitución autoriza a supeditar a exigencias laterales, por importantes que sean.
¿Qué pretende extraer el Partido Popular de esta negociación, además de un buen Consejo General del Poder Judicial? ¿Cambiar leyes, exhibir un triunfo legislativo que adecente cuatro años de bloqueo, desestabilizar la mayoría parlamentaria enemistando a Sánchez con sus socios? Fuera lo que fuere, incluso siendo políticamente legítimo, no es atinente. Hay muchos otros momentos para lograr esos objetivos.
Partiendo de esa adulteración inicial de los términos del problema, el negociador del PP relata que “la mayor parte del tiempo de la negociación la hemos empleado en redactar un proyecto de ley orgánica de la reforma del Poder Judicial y un proyecto de ley orgánica de reforma del Estatuto Fiscal”. Asombroso. Y más asombroso aún que el Gobierno se preste a ese juego, a no ser que ambos estuvieran preparando el escenario de la ruptura. Por mucho que se rebusque en la Constitución y en el ordenamiento jurídico, no se encontrará el artículo que asocie la elección del CGPJ con la redacción de leyes orgánicas.
Por lo demás, el Partido Popular parece haber descubierto ahora que Sánchez mantiene un pacto estable —que no es de investidura sino de legislatura (con la intención de que sirva para varias legislaturas)— con fuerzas políticas declaradamente hostiles a la Constitución vigente, entre ellas una de las promotoras de la insurrección institucional de 2017 en Cataluña; y que una de las servidumbres asociadas a ese pacto es borrar las consecuencias penales de aquella asonada.
Como no es posible pensar que Feijóo se haya enterado de esa circunstancia la semana pasada, hay que entender que, en la queja de que Sánchez “negocie a la vez con los constitucionalistas y con los independentistas”, lo que molesta al PP es el matiz de que esto ocurra “a la vez”. Es decir, que le habría resultado más digerible el endulzamiento de la secesión si Sánchez hubiera consentido en abrir un espacio decoroso entre uno y otro pacto. Es comprensible, pero que no se mesen los cabellos: España entera sabe hace tiempo que Sánchez está comprometido con Junqueras en neutralizar por la vía de hecho la sentencia del Tribunal Supremo y enervar la acción de la Justicia para las intentonas futuras.
Justamente en esa coincidencia temporal está la clave de la emboscada que Sánchez tendió a Feijóo. ¿O alguien cree que a la ministra de Hacienda se le escapó por error lo de la sedición en medio del debate presupuestario, ignorando que ello reventaría la negociación?
Sánchez esperó a que las conversaciones llegaran al punto máximo de maduración para soltar la pieza explosiva que colocaría al líder del PP ante una alternativa imposible: pagar el coste de la ruptura o someterse a una humillación intragable para su base social —y, probablemente, a una crisis interna—. Lo dicho, en el vocabulario sanchista no existe la palabra empate.
Al terminar el curso pasado, en la Moncloa comprobaron que la llegada a la dirección del PP de un líder con vitola institucional y moderada coincidió con un despegue demoscópico espectacular del partido de la oposición. Entonces fue cuando se decretó la caza del hombre. Por una parte, lanzar a las tropas propias a una operación masiva de descrédito sobre la insolvencia del recién llegado. Por otra, arrastrarlo al barro de la polarización para jugar en casa.
Obviamente, lo último que un tipo como Sánchez está dispuesto a permitir es que Feijóo consolide su perfil institucional con un acuerdo que no conlleve para él una factura inasumible. Pedro siempre reta de la misma forma: a navaja y sin reglas. Si logra que el rival acepte competir de esa manera, se siente imbatible (hasta que aparezca alguien aún peor que él, probablemente de entre sus propias filas). Por eso hay mucho más de euforia que de indignación en los alaridos de la tropa sanchista tras romper Feijóo la baraja. ¡Cayó en la trampa, el muy pichón!, se festejó esa tarde en los despachos monclovitas. Ya lo tienen donde lo querían, enfangado hasta las cejas —como ellos mismos— en la putrefacción de las instituciones
Con todo, quizá lo más desdichado de este esperpento es la disciplinada fiereza con que el coro mediático del sanchismo, armado hasta los dientes y capitaneado por cabeceras y firmas antaño prestigiosas, recita al pie de la letra la consigna proveniente del mando. Si fuera cierta la mitad de las cosas que se publican estos días del líder de la oposición, un demócrata responsable estaría preocupado; pero en esa parte de la trinchera parece ser fiesta mayor. Les falta un minuto para llamarle fascista a una sola voz y chocar las manos, felicitándose por el hallazgo.