- Pedro Sánchez y sus compadres catalanes siguen jugando su interminable partida de póker. Y esta timba, señores, ¿quién la paga?
Pedro Sánchez y sus compadres catalanes siguen jugando su interminable partida de póker. Que a todos ellos beneficia. El de Moncloa cubre, tras tal pantalla, los muy materiales beneficios que ubicuos miembros familiares van amasando tras la tramoya escénica de un poder grandilocuente. ERC y Junts ven llegar el momento de disponer de una Hacienda Pública con la que financiar el sueño independentista, precisamente en las horas en las cuales su base social —y electoral— anda más horadada. Todos ganan en esa suspensión de lo real, envuelta en sombras. Allí, los tahúres apuestan con dinero nuestro: de todos, de cada uno.
Y, de pronto, la imagen de la timba nocturna, donde vuelan en ceniza nuestros impuestos y nuestras neuronas, me ha llevado a recordar un viejo libro que fue acumulando polvo en algún rincón no frecuentado de mi biblioteca: lo firmaba, en 1938, el pensador holandés más influyente de su tiempo, Johan Huizinga, y llevaba el título —tan pascaliano— de Homo Ludens. «El hombre que juega» es el retrato del ciudadano moderno como sujeto absorto en las escenografías insoslayables del «juego», que habrían acabado por ser su sola, su verdadera patria. También, su apertura al infierno de la esclavitud perfecta. Puede que no haya habido, en el primer tercio del siglo XX, una obra tan profética de lo que con la era naciente venía: eso que el siglo en el cual vivimos elevaría a su versión perfecta: reducción de lo real a inocuos campos de entretenimiento.
Las tesis del pensador holandés deslumbraba por su sencillez. Si el juego iba camino de convertirse en sucedáneo del extinto sentido de la vida, una vez perdidos las últimas ensoñaciones del «progreso» tras la Gran Guerra de 1914, no parecía quedar ya otro asidero que el que ponen los paréntesis de artificios lúdicos: fingir, jugando, un orden al tumultuoso correr del tiempo que ningún ideal respeta. Frente al caos que acecha a los precarios humanos, «en los límites del terreno de juego reina un orden específico y absoluto. Y es este el rasgo más positivo del juego: crea orden, es orden». Ilusión, también, de que ese orden sea la verdad de un campo de fuerzas que, lejos de ser dominado por nosotros, nos domina.
Al cabo, frente al continuo desengaño que una realidad inabarcable impone, el hermético mundo del hombre que juega —Dostoievski hará con eso majestuosa literatura— compone oasis de armonía, en los que no hay lugar a lo arbitrario. Porque, «todo juego» —concluye Huizinga— «tiene sus reglas. Y estas reglas determinan lo que tendrá fuerza de ley en el marco del transitorio mundo que el juego traza». Sin violación posible. Es un alivio mayor, no hay duda, frente a lo imprevisible que atraviesa nuestras vidas de sujetos que se saben dolorosamente frágiles. Pero es también, lo hemos experimentado demasiado, el territorio blindado sobre el cual se asienta la servidumbre que se complace en su letargo.
El poder juega con nosotros. Mientras pone en nuestras imaginaciones la alucinada certeza de que somos nosotros quienes estamos libremente jugando. La desdicha nos acosa y ni siquiera percibimos el dolor de esa desdicha. Anestesiados así, no sufrimos. No vivimos tampoco. Es la virtud cegadora del entretenimiento. Y su feroz herida. Blaise Pascal cifraba ese horror del consuelo que nos hace ciegos, en un bellísimo —y tristísimo— fragmento de sus Pensamientos: el que afronta la paradoja de «divertir» a aquel que ha atravesado la frontera más cruel del sufrimiento. «¿De dónde viene que este hombre que ha perdido a su único hijo hace apenas unos meses y que está abrumado de procesos, de querellas y de tantos negocios importantes… no piense ahora ya en ello? No os asombréis. Está por completo ocupado en saber por dónde pasará ese jabalí al que sus perros persiguen».
En este regulado teatro de farsa en el que el poder vigente lo ha transformado todo, las diversiones son desplegadas y agotadas a un ritmo vertiginoso. Frente al cual, no hay ciudadanos activos; hay espectadores pasivos solo. Y una exigencia inviolable de acelerar el carrusel del circo cada día: más repulsivo, más escandaloso, más fascinante…; y que nada significa. La diversión nos consuela. Y nos hace imbéciles. ¿Vale, de verdad, la pena pagar ese precio? Pedro Sánchez y sus compadres catalanes siguen jugando su interminable partida de póker. Y esta timba, señores, ¿quién la paga? Nosotros, espectadores, dormitamos.