ISABEL SAN SEBASTIÁN-ABC
Tiene que venir Llarena a reparar el destrozo causado por los políticos y sacar a Cataluña de la parálisis en que se halla
MAÑANA sabremos al fin quiénes son los presuntos golpistas encausados por intentar liquidar la democracia en Cataluña. Se hará público el auto de procesamiento dictado por el instructor del Supremo, con sus correspondientes medidas cautelares, en un plazo de tiempo récord para los estándares habituales en la Justicia española. Claro que la ocasión no merecía menos, habida cuenta de la gravedad inherente a los hechos que habrán de juzgarse.
Pablo Llarena Conde, magistrado de la Sala Segunda del citado Tribunal, está supliendo con su buen hacer la escandalosa burla protagonizada por los dirigentes del separatismo catalán. Porque desde que perpetraron la fallida asonada el pasado mes de octubre, sumiendo a la comunidad en una crisis sin precedentes, los líderes nacionalistas no han dejado de reírse de sus propios ciudadanos. Primero les mintieron con descaro, asegurándoles que la declaración unilateral de independencia no tendría las funestas consecuencias que ha tenido en todos los órdenes. Después volvieron a engañarles, presentándose a las elecciones con programas basados en la tergiversación victimista y promesas imposibles de cumplir. Desde entonces no han hecho otra cosa que mofarse del respetable, con maniobras de dilación cuya finalidad no es otra que bloquear la situación cerrando cualquier salida. Eso sí; ni uno de ellos ha dejado de cobrar el generoso salario que pagamos los contribuyentes a escote. La pasión patriótica que les embarga no les impide pasar por caja. «La pela es la pela», aunque sea en euros.
Ayer supimos que el juez terminaba de hacer los deberes, al mismo tiempo que Torrent, presidente republicano del inservible Parlamento autonómico, convocaba la enésima ronda de contactos destinada a marear la perdiz. Son tantos los candidatos a «molt honorable» lanzados a la palestra a pesar de estar implicados en gravísimos delitos, que una ha perdido la cuenta. Pero, según parece, el último en liza es Jordi Turull. Al igual que sus predecesores en esta broma de la investidura, el exconsejero de la Presidencia golpista tiene altísimas probabilidades de acabar en la cárcel, mucho más pronto que tarde. Y ello no por razones ideológicas, como repite machaconamente la propaganda separatista, sino por haber vulnerado, presuntamente, varios artículos de un código penal aprobado con todas las garantías que exige un país democrático. Que sepamos a día de hoy, los relativos a sedición, rebelión, malversación de caudales públicos y prevaricación, entre otros. Proponer a un personaje así para presidir cualquier cosa es una tomadura de pelo, tanto más irritante cuanto que la factura no corre de su cuenta, sino de la nuestra. De los «paganos» de impuestos obligados a financiar el fondo de liquidez que les permite seguir gastando.
Los comicios celebrados en diciembre, tras la aplicación del artículo 155 de la Constitución, fueron convocados con una premura no solo innecesaria, sino contraproducente. Ni el Gobierno ni la oposición querían administrar semejante patata caliente, lo que les llevó a pactar tirar por la calle de en medio. Lejos de resolver el problema, no hicieron sino aplazarlo, otorgando a los secesionistas una baza gratuita. Consiguieron una victoria pírrica, envenenada, además, por el poder arbitral obtenido por las CUP, pero sumando sus escaños, ganaron. Ahora tiene que venir al juez a reparar el destrozo causado por los políticos. A rescatar a Cataluña de la parálisis en que se halla. A demostrar que la palabra «democracia» significa algo mucho más complejo que depositar un voto en una urna y que el Estado de Derecho no es una entelequia.