EL MUNDO 23/04/14
SANTIAGO GONZÁLEZ
El abogado Cándido Conde-Pumpido Varela es, como su propio nombre indica, hijo de su padre, aquel fiscal general partidario de manchar las togas con el polvo del camino (qué polvo la carretera/ qué polvo tiene el molino, etcétera) cuando la paz de Zapatero. Luego, los chicos, lo que oyen en casa, y Cándido Conde júnior ha barrido la sala con la suya en su no defensa del juez Elpidio Silva. La tragedia y la farsa, que explicó Marx para las repeticiones históricas. Conde-Pumpido sénior tiene ocasión en estos días de comprobar los efectos de encasquetarle al primogénito el propio nombre de pila. En el mejor de los casos, lo condenas al diminutivo de por vida; Candidín no suena bien. En el peor, le estarán dando tentaciones de cambiarse de nombre o de apellido.
Desde la apertura de la vista que se sigue contra Silva por un delito de prevaricación, dos contra la libertad individual y un cuarto de retraso malicioso en la administración de justicia, el procesado ha tratado de retrasar el juicio: recusando al tribunal que había de juzgarlo; mediante el intento de provocar la suspensión por cuestiones previas, porque quiere presentarse a las elecciones, y, en última instancia, despidiendo a su abogado para poder alegar indefensión. El asunto es que su abogado defensor ha colaborado en el asunto y lo ha presentado como un encontronazo entre defensa y cliente a la luz conceptual de Jacques Vergès, el abogado del terror, como lo bautizó Barbet Schroeder.
Vergès fue un abogado que se especializó en apurar los límites del derecho de defensa que asiste a todos los ciudadanos. Defendió a tipos de esos que invitan a cualquier sensibilidad medianamente constituida a cambiar de acera para no cruzárselo en la calle: el nazi Klaus Barbie, el terrorista ‘Carlos’ o a Samphan, dirigente de los jemeres rojos.
Entre las dos estrategias de Vergès, el abogado Conde-Pumpido se declaraba partidario de la connivencia, dijo, mientras su cliente era partidario de la ruptura.
A finales del pasado año, el aún juez se expresaba en términos algo delirantes: «Si yo tiro de la manta, el sistema no lo soportaría (…) generaría una situación institucional insostenible». La cabeza del juez es una caja de Pandora, pero la aglomeración de todos los males del mundo no deja espacio para un poco de lógica. «El poder económico es intocable. Aquí no se puede investigar a un banquero». Se está viendo que sí: el proceso contra Miguel Blesa sigue su curso. Y no sólo eso. ¡Incluso se puede juzgar a un juez!
Decía que Elpidio Silva, ¡un juez!, optó por la ruptura, la alharaca, hablar fuera del turno que le toca al procesado, dando ruedas de prensa en los descansos, alegando «no tengo constancia de que se quiera que ejerza mi derecho de defensa» y comparando esto con Corea del Norte. Tres preferentistas irrumpieron en gritos contra el tribunal y el juicio y a favor de Silva. Uno ya sabía desde Garzón que una parte del buen pueblo español no cree que la Justicia consista en aplicar la ley, sino que le den satisfacción, aunque sea contra el procedimiento.