JORGE DEL PALACIO-El Mundo

El progresivo divorcio entre los ciudadanos y la política es una de las preocupaciones centrales de la ciencia política. En su libro Gobernando el vacío el politólogo Peter Mair daba aire a esta tesis afirmando que los partidos siguen existiendo, pero se han desconectado hasta tal punto de la sociedad que la llamada «era de la democracia de partidos» ha pasado a la historia. Un buen indicador: el espectacular declive de las identidades partidistas. Otro buen indicador: el éxito de las propuestas políticas que se legitiman presentándose como ajenas al sistema político tradicional.

A la hora de explicar las razones del progresivo divorcio entre la ciudadanía y la política podemos entretenernos acudiendo a teorías de pretendida sofisticación intelectual. Por ejemplo, aquellas que, antes o después, siempre encuentran en el capitalismo y la cultura de consumo que éste patrocina la fuerza alienadora que aleja a los ciudadanos de sus deberes e intereses cívicos. Pero si creemos algo más en el ciudadano de a pie y su capacidad de análisis, también podemos intuir que la reputación y la legitimidad de los partidos está directamente vinculada a su capacidad para solucionar los problemas políticos de una comunidad. O, cuando menos, a su inteligencia para no crear más problemas de los que ya existen.

Porque la antipolítica, entendida como actitud de escepticismo ante los partidos políticos, no la activan fuerzas extrañas que operan en la sombra determinando nuestro comportamiento político. Sino que se alimenta de la irresponsabilidad real de los actores del sistema. Se nutre de pequeños detalles, como alterar reglas y procedimientos para sacar ventaja o reinterpretar lógicas y rituales institucionales en beneficio propio, amén del olvido de los grandes problemas de la sociedad. Una suma que va erosionando la imagen del sistema y dando forma, en definitiva, a la percepción de que los procedimientos son arbitrarios y los objetivos estratégicos de los partidos desconectan de forma grosera del interés general. Véase el laboratorio italiano, donde el populismo campa a sus anchas y no por casualidad, sino que sostenido por un estado de opinión en el que el 43% de los italianos piensa que la democracia funcionaría mejor sin partidos.

Así, mientras en el horizonte de la política española empieza a dibujarse la posibilidad real de unas nuevas elecciones, seguimos instalados en una lógica de bloqueo político que no ayuda, para nada, a la legitimación del sistema de partidos ante los ciudadanos. Al menos, por dos razones de peso. La primera, como señalaba con acierto el profesor Manuel Arias Maldonado en estas páginas, porque el actual proceso de formación de gobierno parece haber olvidado el principio que obliga a quien desea gobernar a llevar la iniciativa. Y lo contrario es naturalizar una alteración en el orden de los factores institucionales. La segunda, muy bien expuesta por el profesor Josu de Miguel, es que la forma en la que se está conduciendo el proceso para la elección del presidente del Gobierno tensiona las reglas contenidas en el artículo 99 de la Constitución Española, con la irresponsabilidad de someter a la figura del monarca a un desgaste que excede el necesario.

Eso sí, mientras jugamos con el sistema siempre quedará el recurso de culpar de lo que suceda a la extrema derecha, en sus variadas y múltiples manifestaciones, modernas y posmodernas. Porque eso lo aguanta todo.