La mera coincidencia objetiva entre el nacionalismo democrático y el abertzalismo antisistema, en la votación del plan Ibarretxe, sólo podría interpretarse como que la razón histórica y política de los últimos veinticinco años de autogobierno ha estado siempre del lado de quienes lo han combatido con las armas de la violencia terrorista.
Mañana, el lehendakari expondrá en el Parlamento sus propósitos para lo que queda de legislatura. Poco de nuevo puede esperarse, en verdad, de un gobernante que ha elevado la reiteración a la categoría de estrategia política. Y, sin embargo, queda en todo este cansino volteo de la noria una inquietante incógnita que el lehendakari haría bien en despejar. Me refiero al hipotético apoyo que su plan podría acabar recibiendo de los parlamentarios del indisuelto grupo de Sozialista Abertzaleak. Hasta ahora, sólo se nos ha dicho que, aunque tal apoyo no será activamente buscado, tampoco será rechazado si se ofrece «a cambio de nada».
No sé si quienes mantienen tan ambigua postura son conscientes de lo que tal eventualidad vendría a significar si llegara a hacerse real. Dejando aparte el hecho de que nadie se creería la gratuidad del apoyo, la mera coincidencia objetiva entre el nacionalismo democrático y el aber-tzalismo antisistema, en un asunto de tanta envergadura, sólo podría interpretarse como que la razón histórica y política de estos últimos veinticinco años de autogobierno ha estado siempre del lado de quienes lo han combatido, y aún siguen combatiéndolo, con las armas de la violencia terrorista. La apuesta pactista que supuso el Estatuto quedaría desenmascarada como definitivamente fallida, y quienes a ella se opusieron desde el principio, legitimados en su alternativa violenta y rupturista. De poco valdrían las explicaciones posteriores para arreglar el entuerto. La lacra con que se verían marcados quienes lo hubieran permitido sería muy difícil de borrar en el futuro.
Si grave sería esta situación desde el punto de vista estrictamente político, no menos que de desoladora habría que calificarla desde la perspectiva de las víctimas. El sufrimiento que éstas han padecido habría sido en vano. Ningún resarcimiento podría uno imaginarse que fuera ya capaz de compensar el desprecio que supondría el reconocimiento institucional de que los valores por los que ellas han muerto se han visto pisoteados por una coincidencia inicua, por muy casual que fuera, con quienes aún no han reconocido el daño que les han causado.
El lehendakari no puede exponerse, por tanto, ni, mucho menos, exponer a todo el nacionalismo democrático siquiera al riesgo de que tal coincidencia se produzca. Nada conseguiría con ello y de mucho se libraría si lo evitase. No hace falta que someta su plan a votación para saber quiénes lo apoyan y quiénes lo rechazan en el campo democrático. Todo está ya suficientemente claro. Erija ya, por tanto, su plan en programa partidario para las próximas elecciones y no se arriesgue a que quienes aún no han renegado de la violencia le dejen este último regalo envenenado justo antes de hacer mutis por el foro.
José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 23/9/2004