Francesc de Carreras-El Confidencial
- Se están sucediendo maniobras arteras que utilizan mecanismos legales para alcanzar fines ilegítimos. Ahora no es la moción de censura, sino la disolución parlamentaria y la consiguiente convocatoria de nuevas elecciones
Lamentablemente, hay que seguir insistiendo: se están erosionando poco a poco las instituciones políticas desde que las autoridades catalanas decidieron no cumplir ni la Constitución ni las leyes. Es un juego altamente peligroso para la democracia que si no detiene a tiempo puede acabar con la misma.
En ciertos casos, como en los pseudorreferéndums catalanes de 2014 y 2017, este último seguido de aquella vacilante declaración de independencia del indeciso Puigdemont, el desafío es abierto y claro, puede ser impedido inmediatamente por las fuerzas de seguridad o pueden los poderes públicos competentes tomar medidas extraordinarias previstas constitucionalmente, por ejemplo, las de los arts. 116 y 155. En último término, ‘a posteriori’, pueden exigirse medidas penales o contencioso-administrativas ante el poder judicial competente. Otra cosa es que las medidas y los controles sean efectivos. En Cataluña, desde luego, no lo han sido.
Sin embargo, estas son vulneraciones claras de la legalidad, obviamente contrarias a un Estado de derecho. Pero hay otras menos claras, aunque a la larga más letales para la salud democrática, que de forma solapada incumplen reglas no escritas que están implícitas en las escritas si analizamos bien los fines a que están destinadas.
Por ejemplo, lo hemos repetido en múltiples ocasiones, la moción de censura que descabalgó a Rajoy y entronizó a Pedro Sánchez en 2018 es un caso de manual. El número de votos para que triunfara la moción eran los necesarios para provocar la dimisión del presidente, pero, tal como está configurada la moción constructiva española, no eran idóneos para elegir en condiciones a uno nuevo porque se trataba de un conglomerado heterogéneo de partidos y grupos incoherentes que ni siquiera pudieron pergeñar un programa político, imprescindible para llevar adelante la acción de gobierno y poder ser controlado adecuadamente por la oposición, un elemento esencial de todo sistema parlamentario. Antes de un año, el nuevo Gobierno estaba muerto, no pudo aprobar ningún presupuesto y se vio abocado a convocar nuevas elecciones. Se jugó, frívolamente, con la moción de censura.
En este último año, se están sucediendo también otra serie de maniobras arteras que utilizan mecanismos legales para alcanzar fines ilegítimos, también son formas solapadas de erosionar la democracia. Ahora no es la moción de censura, sino la disolución parlamentaria y la consiguiente convocatoria de nuevas elecciones.
Empezó Ciudadanos en Murcia. Formando coalición de gobierno con el PP, pactó en secreto con el PSOE un nuevo Gobierno regional cambiando su alianza con los populares para alcanzar la presidencia de la comunidad. Un caso de deslealtad manifiesta, impropia de un partido serio en el que se pueda confiar. Le salió mal la jugada por escisiones en su mismo grupo y no solo el PP siguió gobernando, esta vez en solitario en Murcia, sino que provocó en pocas horas que la presidenta de Madrid Isabel Díaz Ayuso les devolviera la traición disolviendo la Asamblea de Madrid y convocando elecciones. Resultado: apoteosis de Ayuso y cero diputados en Madrid de Ciudadanos. Una debacle, bien merecida.
Esto parece haber creado escuela: esta semana, también por sorpresa, Mañueco, el presidente de Castilla y León, disuelve la Cámara y convoca elecciones, sin otra explicación racional que deshacerse del decrépito Ciudadanos para que desaparezca de la comunidad, como ya sucedió en Madrid, aprovechando sus votos en beneficio propio. La lógica democrática de la disolución no va por ahí, las razones para disolver son otras.
La disolución parlamentaria es una institución que existe para que, en el caso de que un determinado Gobierno no cuente en la Cámara con una mayoría suficiente para cumplir con su función, no tenga otra salida que acudir a las urnas para que pueda establecerse otra mayoría parlamentaria con capacidad de gobernar. El objetivo de la disolución es el bien del país, el interés general, no el puro interés partidista, no el cálculo, tras los oportunos sondeos de opinión, según el cual, disolviendo la Cámara, aumentarán en las elecciones subsiguientes sus votos e, incluso, pueden llegar a reducir a cero los del partido contrario. Esta perversión de la disolución es un arma ilegítima en el juego democrático.
Aquí hay que hacer un recordatorio de los principios. Un Parlamento agrupa a los representantes de los ciudadanos, en la proporción que establece la asignación de escaños de acuerdo con los resultados electorales, por un periodo de cuatro años. Así lo ha querido el pueblo. Democracia significa que el poder reside en el conjunto de los ciudadanos con derecho a voto, no en los partidos, que simplemente son el instrumento fundamental para la participación política y que, como tal instrumento, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular.
El objetivo de la disolución es el bien del país, el interés general, no el puro interés partidista
En otras palabras, los partidos están al servicio de las instituciones democráticas, no al revés: las instituciones no están al servicio de los partidos, los partidos no son finalidades sino instrumentos al servicio de las instituciones —Parlamento, Gobierno— cuyas actividades están reguladas por normas jurídicas.
En la política española empiezan a prevalecer actitudes muy inquietantes por antidemocráticas y, además, ante la pasividad general. Lo principal es acceder al poder sin que importen los medios. Parece que la fuente en que han bebido nuestros políticos se acerca más a ‘El príncipe’ de Maquiavelo o al serial ‘Juego de tronos’, tan admirado por Iglesias, que a los grandes teóricos de la democracia moderna, Kant, Stuart Mill, Kelsen, Bobbio o cualquier otro clásico que podríamos traer a colación. Se invierten los términos: el poder se convierte en la finalidad, el derecho queda reducido a un mero instrumento.
Las instituciones tienen su lógica democrática, hay que entenderlas como medios al servicio del gobierno del pueblo, no al servicio del poder de los partidos. Lo grave es que se disuelven Parlamentos para aumentar el poder de un partido determinado, no para gobernar mejor a los ciudadanos. El mal uso de las instituciones siempre ha conducido a la destrucción de la democracia. Nos acercamos a peligrosos precipicios. No juguemos con las instituciones.