El juramento (o promesa) de los gobernantes en todo el mundo democrático es guardar y hacer guardar la Ley. Con una excepción notable. Los cuatro lehendakaris han empleado la fórmula acuñada por el primero de ellos, Aguirre: se humillan ante Dios, pero no asumen explícitamente el compromiso de guardián de la Ley, y primer obligado a su cumplimiento.
La sentencia del Tribunal Supremo que absuelve a los tres policías condenados por la Audiencia Provincial de Madrid en mayo de 2006 y el paso de las diligencias previas a procedimiento abreviado en la causa contra el lehendakari Ibarretxe, han sido dos acontecimientos judiciales que han puesto en evidencia la rareza de lo nuestro en la Unión Europea. No es ya que se traten los hechos como si fueran opiniones, por expresarlo con la perpleja observación de Hannah Arendt a su vuelta a Alemania después del exilio estadounidense a que la obligó el nazismo, sino el sometimiento de la realidad al modelo salsa rosa.
Si los programas televisivos del corazón escarban rumores en las relaciones íntimas de los famosos, las relaciones de la política y la justicia son sometidas al mismo tipo de análisis, a propósito de una sentencia del Supremo, de la que únicamente se conoce el fallo: la absolución de los tres policías que detuvieron a dos afiliados del PP como autores de una supuesta agresión a José Bono durante una manifestación de la AVT, celebrada en Madrid en 2005. España vive en estado de opinión y si fe es creer lo que no vimos, opinar es dar el propio parecer sobre asuntos que desconocemos. Si el PP aprovechó la sentencia condenatoria ahora revocada para ajustarle cuentas al Gobierno, la sentencia del Supremo ha servido para que el PSOE se sacara la espina, incluso antes de conocerla. La venganza es un plato que se sirve frío, pero aquí nos gusta mucho más caliente.
En el ámbito judicial que nos es más próximo, el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco ha dado un último paso que hace altamente previsible el procesamiento del lehendakari Ibarretxe y los de Patxi López y Rodolfo Ares como cooperadores necesarios para un delito de desobediencia. Se trata de la sentencia del Tribunal Supremo de 27 de marzo de 2003, de ilegalización de Batasuna, en cuyo fallo dice textualmente: «CUARTO. Los expresados partidos políticos cuya ilegalidad se declara, (Batasuna, Herri Batasuna y Euskal Herritarrok) deberán cesar de inmediato en todas las actividades que realicen una vez que sea notificada la presente sentencia».
Estamos ante el primer procesamiento de un lehendakari en la historia, pero eso es porque la cronología de nuestros lehendakaris es relativamente breve: los meses que van desde octubre de 1936 hasta el 29 de junio de 1937 y desde 1978 hasta el presente. Mucho más larga es la tradición de los primeros ministros británicos y Tony Blair se ha convertido en el primer primer ministro (perdonen la redundancia) en ser interrogado por un delito de financiación irregular del Partido Laborista mediante la venta de títulos nobiliarios.
Durante su mandato, Blair ha recibido en Downing Street a Scotland Yard. Dos inspectores acudieron a interrogarle en tres ocasiones, él respondió a sus preguntas y no hubo más aspavientos. Hace muy pocos días, tras conocerse la decisión del Tribunal Supremo de Francia de procesar a Jacques Chirac por las irregularidades de la Sempap, su abogado dijo escuetamente que está dispuesto a comparecer «cuando los jueces lo consideren oportuno». Otro tanto cabría decir del ex primer ministro Alain Juppé tras una condena -sin encarcelamiento- de 18 meses de prisión.
Sea cual sea el resultado de un proceso a un gobernante, hay una cuestión simbólica de extraordinaria importancia, que es el sometimiento del Gobierno a la Ley. Ese es el juramento (o promesa) de los gobernantes en todo el mundo democrático: guardar y hacer guardar la Ley, con estas mismas palabras u otras parecidas. Con una excepción notable. Los cuatro lehendakaris vascos han empleado la fórmula acuñada por el primero de ellos, José Antonio Aguirre, en 1936. Se humillan ante Dios, pero no asumen explícitamente el compromiso de guardián de la Ley, y primer obligado, en tanto que tal, a su cumplimiento.
Es verdad que una parte muy significativa de la sociedad vasca no va a comprender el procesamiento de Ibarretxe, tal como ya se ha visto en sus dos comparecencias previas para declarar ante el juez. Los príncipes suelen tomarse a mal la exigencia de cuentas sobre hechos delictivos. Ya le pasó a Alfonso VI con el Cid en la jura de Santa Gadea cuando aún faltaban varios siglos para llegar a la democracia representativa. Los dirigentes del PSE tampoco se explican los de López y Ares, pero el procesamiento no es una condena anticipada, al igual que una posible absolución no supondrá una desautorización del juez instructor. Significará, sencillamente, que el Tribunal no habrá encontrado pruebas donde el juez había visto indicios.
Si los socialistas no creen en la Ley de Partidos, que fundamenta la sentencia de ilegalización, deben hacer uso de su iniciativa legislativa y derogarla. No les van a faltar votos en el Congreso para ello. Pero si por cualquier razón, de carácter electoral o de otra naturaleza, no quieren hacerlo, están obligados a cumplirla, pese a quien pese. Y a aceptar que los jueces la apliquen, naturalmente.
Santiago González, EL CORREO, 2/7/2007