Gregorio Morán-Vozpópuli
No sabemos matar ni a los adversarios ideológicos; o montamos con su cadáver una carnicería o lo acicalamos tanto que al final uno se pregunta cómo fue posible que fracasara si reunía tantas cualidades
Cuando alguien eche la vista atrás y se detenga en la figura política de Anguita lo primero que tendrá que hacer es no fiarse de los artículos necrológicos. No sabemos matar ni siquiera a los adversarios ideológicos; o montamos con su cadáver una carnicería o lo acicalamos tanto que al final uno se pregunta cómo fue posible que fracasara si reunía en su persona tantas cualidades. Estamos tan imbuidos de malas prácticas, de mediocridad y de ambiciones de baja estofa que, cuando encontramos uno que mantiene la palabra dada o se comporta sin estridencias en el papel de líder de un partido político, se nos asemeja algo tan insólito como un milagro.
Lo que convierte a Julio Anguita en dirigente honesto y de palabra no es tanto él mismo, que no acabó nunca de entender la política como un juego maléfico entre la ambición y la realidad, sino la marrullería de los que vinieron después. Que lo primero que se le ocurra a un líder de las izquierdas asentadas sea comprarse un chalet con piscina no podía menos que dejarle perplejo o, lo que es lo mismo, acunar la sensación de que los nuevos eran gente tan pedestre que de sus pequeñas ambiciones de burguesitos desclasados saltaban con demasiada facilidad a conquistar los cielos. ¿Acaso existe algo tan celeste como gozar de la vida y de sus pompas? Cuando un dirigente de la izquierda radical y nacionalizadora se acomoda a un crédito bancario, es evidente que estamos tratando con un impostor, un trepa que desea garantizar a sus retoños, o retoñas, un futuro sin sorpresas. En el fondo, un rentista de fondos consolidados; en la forma, un populista sin principios.
Desde esa perspectiva uno entiende el desprecio que los de Podemos abrigaban hacia la capacidad política de Julio Anguita. Un antiguo. A ellos les bastó con un lustro para apalancarse en el poder, sin embargo, él, en una docena de años, no logró salir del aislamiento donde le confinó el PSOE. Bastaba que tomara cualquier iniciativa para ridiculizarle, porque sus contrincantes de la izquierda institucional gozaban de un poder omnímodo para que las baterías del socialismo triunfante te achicharraran. El País, diario oficial de la mañana, se ensañaba con él, “califa” le apodaban, y hacían de su discurso de “las dos orillas”, una zarzuela chispeante, no digamos ya de su descacharrante “programa, programa, programa” que limitaba el arribismo y la dependencia de los hermanos mayores, ya fueran socialistas o populares. Imposible imaginar a Pablo Iglesias y su pandilla de imaginativos populistas, hechos a todo, reflexionando sobre el significado evidente del “programa, programa, programa” que excluiría esos pactos de hoy que incluyen cama y disfrute.
Lo suyo seguía siendo el ‘programa, programa, programa’, lo que era tanto como decir marginalidad política y un poco de casa de acogida para huérfanos dignos»
Eso acabó y la orfandad de Anguita alcanzó hasta la vejez. Al final una asociación de debate en Córdoba que por buen nombre tenía el de Prometeo, un poco pedante y de suficiencia probada, pero nada de las frivolidades de esos chicos del maíz. Lo suyo seguía siendo el “programa, programa, programa”, lo que era tanto como decir marginalidad política y un poco de casa de acogida para huérfanos dignos. Nadie quiso recoger el guante de aquel último gesto que fue el de jubilarse como maestro y no como exdiputado que también le correspondía. Mejor no tocar esa excentricidad que iba en detrimento de sus emolumentos y que sacaría los colores de la muchachada.
Nunca fue un marginal sino un orgulloso huérfano sin otra preocupación que la de ser un ciudadano decente, algo tan insólito ahora. Llegó a la Secretaría General del PCE por exclusión. Carrillo se iba con la mochila de sus derrotas, el candidato Nicolás Sartorius quería llegar a la cúpula bajo palio, los más jóvenes pensaban que sólo quedaba un vagón para colarse en el último tren del PSOE. Cada cual buscaba el apaño que corrigiera una opción de vida equivocada. Escogieron al único que ganaba las elecciones y por mayoría absoluta en su ciudad, Córdoba. Eran tiempos de “los nuestros no roban, sólo se aprovechan”, ya se tratara de Pujol, Felipe González o aquel gaznápiro de los bienes ingrávidos, Carlos Solchaga, ejerciendo de Keynes en el Fondo Monetario Español de la Mendicidad.
Al Huérfano le nombraron secretario general como en una empresa en bancarrota ascienden a PDG al vendedor de corbatas que lo hace bien y hasta logra clientes. Anguita nunca fue tan huérfano como en la dirección del PCE. Había ingresado en el partido como militante tardío procedente de la cantera de Barcelona, sin contacto alguno con los chicos bien del barrio Sarriá-S. Gervasi, efímeras Banderas Rojas, tan decorativas ellas. Estaba en el entorno de la ortodoxia dogmática, heredera de Manolo Sacristán. Creyentes en estado de beatitud, fieles a los esquemas leninistas que no dejaban de ser un estalinismo de licenciado en Historia. Conocía más a Dimitrov y a Togliatti que a Ignacio Gallego y Dolores Ibárruri, la vieja bruja que le sublimaba tanto a él como a Manolo Vázquez Montalbán. Nunca salió del orfanato. Se consumió en la soledad de hijo putativo de la III Internacional Comunista. Una ideología de anticuario y una Secretaría General cuya única tarea fue rodearse de los suyos y sus amigos, que para eso inventaron Izquierda Unida.
Su papel en la historia comprendía el objetivo de encastillarse en las alcaldías y esperar el santo advenimiento del ‘programa, programa, programa’. Sus sucesores lo adaptaron por ‘poder, poder y poder’, pues es sabido que la seducción del cargo se incrementa mientras se disfruta»
Se negaban a reconocer que su ciclo histórico había terminado y que el sueño de Maurice Thorez, antiguo secretario general de los comunistas franceses, de convertirse en otra Iglesia que durara siglos había devenido en su caricatura: una secta con pasado criminal que se decía cargada de razón histórica y a la que otorgaban un gran futuro, pero un presente precario. Confieso que me irritaba escucharle en aquellos discursos políticos donde se apreciaba cierto tufo castrense de antiguo joven joseantoniano o de ferviente católico en misiones pedagógicas. Yo no era capaz de aguantar más de cinco minutos de voz engolada y desprecio a la realidad, su lado de huérfano de una época no emparentada con la política sino con la fe.
Al final hubo de admitir que su referente transformador del mundo no era otro que Álvaro Cunhal, el líder de los comunistas portugueses, la bestia negra de Santiago Carrillo. Su papel en la historia comprendía el objetivo de encastillarse en las alcaldías y esperar el santo advenimiento del “programa, programa, programa”. Sus sucesores lo adaptaron por “poder, poder y poder”, pues es sabido que la seducción del cargo se incrementa mientras se disfruta.