AL GRITO de mariquita centralista el último, ya no queda al parecer en España un solo partido que defienda la actual organización territorial del Estado. La Alta Comisionada para Hipersensibilidades Periféricas, doña Soraya, ha abierto despacho en Barcelona con permiso de don Mariano para negociarlo «todo» menos una consulta de autodeterminación, salvedad que tanto le agradecemos todos los españoles soberanos de la nación única e indivisible. Pero no dejaré yo de contribuir al debate constituyente, ofreciendo a nuestros legisladores algunos precedentes históricos a la luz del aviso marxista sobre la repetición de la historia primero como tragedia y luego como farsa, si bien desconozco en qué coño se convierte un país que parte ya directamente de la farsa.
Julio de 1873. España, queridos niños, es una república. Pero contra todo pronóstico, tan anhelada condición no ha pacificado los ibéricos ánimos. Al pie del granadino Arco de Elvira se prepara la tragedia cuando un carabinero pasado de copas se enzarza en una discusión con un republicano, al que termina matando. La noticia corre por toda Granada y prende la indignación de unos paisanos que deciden asaltar el cuartel, y lo consiguen. Se animan a tomar también el polvorín de El Fargue, el cuartel de la Guardia Civil y la sede del Gobierno. Ciegos de gloria nombran una junta revolucionaría, proclaman el cantón de Granada y redactan su propia Constitución, con los siguientes puntos: 1) imponer un tributo de cien mil duros a los ricos; 2) derribar todas las iglesias; 3) levantar una fábrica para acuñar moneda; 4) incautarse de los bienes del Estado; 5) cesar a todos los magistrados de la Audiencia. Lo que se dice el sueño húmedo de la democracia directa, señores.
No lejos de allí, el mismo año, los vecinos de Jumilla se proclaman nación soberana en los siguientes términos: «La nación de Jumilla desea la paz con todas las naciones extranjeras y, sobre todo, con la nación murciana, su vecina; pero si ésta se atreve a desconocer nuestra autonomía y a traspasar nuestras fronteras, Jumilla se defenderá como los héroes del 2 de mayo, y triunfará en la demanda, y no dejará en Murcia piedra sobre piedra». En la provincia vecina, el brigadier Mariano Peco Cano declara el cantón de Jaén, que se suma a los de Bailén y Andújar, donde ya han ejercido el derecho a decidir. Sólo en Linares los soberanistas fiscales recaudan –atienda, don Cristóbal– 7.500 pesetas de entonces. Jaén riñe la frontera con Granada, y no habiéndose inventado aún el despacho de Soraya, ambas repúblicas se declaran la guerra; llegan a apartar una partida del presupuesto –atienda, don Oriol– para comprarle armas al extranjero. Las cercanas repúblicas de Sevilla y Utrera van más lejos: en su contienda mueren 300 patriotas. Ganó Utrera.
Pero la palma del hecho diferencial se la llevó Cartagena, desde donde el cabecilla de la sublevación, don Roque Barcia, mandó varias cartas al presidente Ulysses S. Grant solicitando la incorporación de Cartagena a los EEUU. Presidía España don Emilio Castelar, que escribe en sus memorias: «Aquel verano creímos completamente disuelta nuestra España. La idea de la legalidad se había perdido en tales términos que un empleado cualquiera de Guerra asumía todos los poderes y lo notificaba a las Cortes, y los encargados de dar y cumplir las leyes desacatábanlas sublevándose o tañendo arrebato contra la legalidad. Tratábase de dividir en mil porciones nuestra patria». Castelar. Menudo facha.