Fernando Navarro-El Español
  • La paradoja de las sociedades occidentales liberales es que su tolerancia las hace vulnerables a otras culturas a las que los valores occidentales les importan un rábano.

En las elecciones de 2023, Pedro Sánchez se las arregló para convencer a una parte del electorado de que la derecha pretendía confinar a las mujeres en las cocinas, sustituir el Orgullo gay por apaleamientos públicos, y calcinar el planeta mientras tanto.

Ridículo, sí. Pero funcionó.

Gracias a eso hizo sus números y pudo salir al balcón de Ferraz para proclamar «somos más». Luego, una amnistía de nada, y pudo seguir disfrutando del poder.

Ahora, el feminismo de Sánchez ha quedado un tanto desdibujado por la afición a los lupanares de sus sucesivos secretarios de Organización, y también por los vahos que emanan de los negocios familiares de su mujer.

Nadie, por otra parte, acaba de identificar a Alberto Núñez Feijóo con un peligroso homófobo, y la gente empieza a sospechar que el calentamiento es real, pero el catastrofismo no.

Así que nuestro presidente necesitaba con urgencia nuevos anatemas para lanzar a sus rivales, y de momento los está encontrando en Murcia: Torre Pacheco antes, y Jumilla ahora, le sirven para presentar a los del PP y Vox como capataces de plantación de esclavos, o adeptos del Ku Klux Klan.

Vean los elementos que se repiten en este patrón.

El primero consiste en la sustitución de los asuntos verdaderamente relevantes para la comunidad por artefactos aptos para producir rendimientos electorales.

El segundo es el carácter moral del artefacto resultante. Sánchez ha descubierto que sus votantes están muy dispuestos a aceptar sus desafueros, incluida cualquier erosión del Estado de derecho, si les siguen proporcionando banderas morales con las que exhibir su virtud.

Como esas banderas les tienen que servir para atizar en la cabeza a sus adversarios, sus propuestas tienen que ser conflictivas y con frecuencia desaforadas.

Pero también hay algunas diferencias. La inmigración, a diferencia del heteropatriarcado, es un problema real. Y, a diferencia del elusivo machismo (que las feministas más recalcitrantes se empeñaban en encontrar en las más sorprendentes situaciones), el racismo y la xenofobia pueden realmente brotar.

En realidad, la cosa no va de racismo sino de «culturalismo». De si todas las culturas pueden convivir armoniosamente, o en ocasiones una tiene vocación de fagocitar a la otra.

Y de si algunas culturas son más recomendables que otras.

El interesantísimo libro de Joseph Henrich Las personas más raras del mundo nos enseña que la cultura occidental deriva a su vez de una psicología especial, desarrollada a través de caminos imprevistos; los problemas de integración son, tal vez, inevitables.

Obviamente este debate sobre las culturas es tan inflamable como el del racismo (o el del etnicismo, o el de las lenguas) porque todos ellos funcionan como un combustible excelente para el tribalismo. Y el tribalismo ataca directamente al pilar maestro de la cultura occidental: el enfoque en la persona.

En todo caso, este debate, interesante y complicado, no va a tener lugar.

Ahora, la izquierda barre sistemáticamente bajo la alfombra los problemas ocasionados por la inmigración para poder estigmatizar a los que miran debajo y ven que la cosa no es del todo limpia.

Pero en este asunto no hay un granero de votos, sino dos: el de los que, necesitados de marchamos morales, seguirán tapándose los ojos, y el de los que no pueden taparse los ojos porque tienen el problema delante. Esto conducirá a un desagradable debate entre moralina y xenofobia.

Desde luego, cualquier crítica o alarma ante los problemas culturales derivados de la inmigración activará inmediatamente la alerta antifascista.

Pero entonces ¿tienen sentido las restricciones impuestas en Jumilla a las celebraciones musulmanas en locales municipales?

Bueno, el sentido ha tenido poco que ver: Vox ya ha decidido cuál es el caladero de votos al que aspira, y el PP hace los equilibrios de rigor. Yo ni siquiera sé si Europa tiene los días contados, medidos por el reloj de la natalidad.

En todo caso, la paradoja de las sociedades occidentales liberales es que su tolerancia las hace vulnerables a otras culturas a las que los valores occidentales les importan un rábano.

O tal vez los propios occidentales nos hemos hecho comodones.

No tengo ni idea: nuestro conocimiento es imperfecto, y en agosto mucho más.

¿Y por qué ha escrito esta columna, dirán? Pues tampoco lo sé. Disculpen.