Rubén Amón-El Confidencial
El patriarca de ERC controla el Gobierno desde la cárcel, ejecuta el chantaje y formula el tripartito en Cataluña como camino hacia las expectativas del soberanismo
Comienza a sospecharse que Oriol Junqueras es el vicepresidente ‘in pectore’ de Pedro Sánchez. No ha sido proclamado pública ni formalmente en el cargo, pero ha accedido al rango como antaño lo hacían los cardenales a quienes los pontífices nombraban en secreto.
‘In pectore’ quiere decir literalmente ‘en el pecho’. O sea, el lugar orgánico, metafórico y conceptual donde el Papa custodiaba el secreto de la eminencia designada. Era una medida de cautela y de excepción para proteger a los cardenales. Y para concederles un poder clandestino tan relevante como el que fray Junqueras ha adquirido en el Gobierno de Pedro Sánchez.
Puede ocurrir que el Estado los termine indemnizando en proporción a los años expiados. Como puede suceder que Sánchez haya encontrado una fórmula de creatividad extraordinaria para eludir la prevaricación: si no puedes cumplir las leyes, las cambias.
Era Sánchez quien acordó con Rajoy la aplicación del 155 en Cataluña. Era Sánchez quien atribuyó a los artífices del ‘procés’ un delito de rebelión. Y era Sánchez quien prometió hace unas semanas castigar con penas de cárcel la convocatoria de los referéndums ilegales.
Es Sánchez quien se ha olvidado de promover esta última iniciativa. Es Sánchez quien exigió a la Abogacía del Estado la modulación de la rebelión a sedición. Y es Sánchez quien ahora ha decidido vaciar el contenido punitivo del delito que cometieron los sediciosos. No porque se trate de una convicción o porque necesiten actualizarse nuestras obsoletas leyes, sino porque necesita ‘liberar’ a Junqueras en contrapartida al oxígeno de la Moncloa. Humillarse al soborno de los Presupuestos. Agradecer los servicios y los caprichos del cardenal ‘in pectore’.
Gobierna en la sombra y en la celda de Lledoners el patriarca de ERC, hasta el extremo de comprometer la agenda de la legislatura y de someter la credibilidad del Ejecutivo, cuyos tentáculos tanto coartan el poder judicial —la puerta giratoria de Delgado— como condicionan al poder legislativo improvisando una reforma a medida de los soberanistas delincuentes.
Lo había propuesto antaño el defensor del pueblo catalán como una alternativa al indulto o la amnistía. Y se percibió entonces como un flagrante escándalo, pero el masaje de la Moncloa y el suero de la amnesia han transformado el escarnio en una genialidad providencial.
En efecto, puede cambiarse el Código Penal. No ha dejado de hacerse en nuestra democracia contemporánea, pero la reforma que Montero anunció el martes, revestida de otras iniciativas disuasorias —delitos sexuales, medioambientales, informáticos—, obedece a la aritmética parlamentaria de Sánchez, a sus necesidades de supervivencia y a las condiciones de extorsión y de gobernanza clandestina que Junqueras impone en su misterioso refugio carcelario.
Es allí donde su eminencia ha diseñado la solución mesiánica de la crisis catalana. No ya por la neutralización de la vía judicial, sino porque el acuerdo implícito de la investidura en el Parlamento nacional —PSOE, UP, ERC— predispone la formulación explícita de un tripartito en Cataluña. Iceta, Junqueras y los comunes ultiman una alianza electoral que estimula las expectativas del soberanismo, incluidos el referéndum y la mesa bilateral. Quiere decirse que el PSC no funcionaría como fuerza moderadora del independentismo, sino como un cómplice necesario.
La desgracia del sanchismo consiste en su naturaleza mercurial y en su oportunismo. No existen un plan de Estado ni un programa de gobierno, sino una gestión accidental y provisional de las emergencias que puedan comprometer el cuatrienio del bien y del progreso.
Lo demuestra la reforma del Código Penal. Y el escarnio que supone castigar con más años las penas que no han cometido los sediciosos —la rebelión es ahora el gran Leviatán— para aliviar las que han cometido. Así lo ha exigido Junqueras, aunque el cardenal hubiera preferido la amnistía y la despenalización, de tal modo que hubiera sido todavía más evidente la represión del Estado y el martirio de los soberanistas libertarios que él representa con los estigmas de sus manos.