EL MUNDO 16/11/14
· El líder de ERC actúa rápido para no perder la iniciativa en las encuestas: exige elecciones en unos meses, rechaza la lista unitaria y plantea una declaración de independencia casi inmediata
«Nunca te fíes de Convergència». Si esa frase no está grabada a fuego en algún lugar de la sede de Esquerra Republicana, en la calle Calabria de Barcelona, debería estarlo. El 9-N ha trastocado el juego de poder en el nacionalismo catalán: pese a que hay evidencias de que ERC y CiU se reparten un número de votos poco cambiante, parece que Artur Mas ha dado un vuelco a las expectativas y ahora está en disposición de recuperar apoyos en ese frente. Y no es la primera vez que los convergentes intentan un movimiento envolvente contra sus compañeros de bandera.
El primero les salió bien. Hay que remontarse a 1980, cuando Jordi Pujol se impuso contra pronóstico en las primeras elecciones autonómicas tras la restauración de la democracia. CiU ganó aquel año, pero sólo logró 43 escaños; los 14 de la Esquerra de Heribert Barrera eran decisivos para decantar la mayoría del lado nacionalista o del lado de las izquierdas, donde sobresalían el PSC (33 diputados) y el PSUC (la marca catalana de los comunistas, 23 representantes).
Barrera optó por Pujol. Esa elección le valió ser nombrado presidente del Parlament, pero condenó a su partido a dos décadas de irrelevancia política en Cataluña: baste recordar que en las siguientes autonómicas, las de 1984, ERC se quedó con tres escaños.
Oriol Junqueras recuerda muy bien esa historia. De hecho, su obsesión desde que empezó la legislatura ha sido huir del abrazo del oso de Mas. Sólo así se explica su reticencia a compartir Govern con CiU –los republicanos sostienen que nunca ha habido una propuesta en firme– pese a darle apoyo parlamentario, y que se resistiese con todas sus fuerzas a la presión, política y mediática, con la que los convergentes querían empujarles a una candidatura conjunta en las últimas elecciones europeas.
En esa ocasión, Junqueras tuvo premio, y ERC ganó por primera vez unas elecciones en Cataluña después de la Transición. Y todo parecía encarrilado para dar el salto a la Generalitat: los republicanos creían que lo más probable era que Mas no se atreviera a poner las urnas el 9-N, y que eso provocaría irremediablemente un adelanto electoral y un sorpasso también en Cataluña.
Pero no contaban con la última treta de Mas. El presidente de la Generalitat renunció a la consulta, pero propuso un sucedáneo que, aunque no tenía ningún valor legal y no suponía un desafío al Estado como el decreto original, serviría para que quien lo quisiera se pronunciara sobre la secesión de Cataluña. ¿Cómo puede negarse un partido independentista a colaborar en una idea así?
Junqueras sabía que era una trampa, pero no cómo escapar de ella. Con un enfado monumental, trató primero de desprestigiar el «proceso participativo» de Mas: en el comunicado de la noche en que el president renunció a la consulta, ERC subrayaba que el Govern imponía «un escenario no pactado».
En los días siguientes se evidenció el nerviosismo del líder de ERC. Con voz entrecortada, se quejó en la radio de los subterfugios de CiU: fuentes de la dirección republicana afirmaban preocupadas que sus hasta entonces socios sólo estaban «preocupados por el poder». Junqueras rompió el pacto de legislatura con Mas y anunció que no votaría los Presupuestos de 2015, con lo cual dejaba al Govern en minoría. Sin embargo, como mal menor, ordenó a todos los dirigentes de ERC colaborar con el nuevo 9-N, y él mismo presidió una mesa electoral el día de la votación. Como CiU había calculado, el relativo éxito del 9-N conllevó una condena para ERC. La imagen de Mas entre los independentistas salió muy reforzada. Junqueras trata ahora de recuperar la iniciativa; por eso adelantó al pasado miércoles la presentación de su proyecto de futuro.
El presidente de ERC, que se rodeó de caras conocidas –Juanjo Puigcorbé, Lluís Llach, Joel Joan…–, propuso un plan en cuatro puntos: unas elecciones «constituyentes» en pocos meses; un posterior «Govern de concentración para la transición nacional»; un referéndum para la convalidación de la «nueva Constitución» y para ratificar el proceso independentista; y, finalmente, la creación de la «República catalana».
La clave de la disputa con Convergència está en los dos primeros puntos. Tras el 9-N, Mas se cree legitimado para proponer con más fuerza que nunca una lista conjunta entre CDC y ERC liderada por él; Junqueras quiere escapar esta vez del abrazo del oso. Por eso pone como condición una declaración unilateral de independencia inmediata tras la eventual victoria de esa candidatura como antídoto a las «dilaciones» convergentes de las que siempre se queja.
Junqueras trata de imponer sus condiciones, pero es consciente de que Mas tiene en su mano dar un giro a la legislatura y no convocar elecciones de momento. Hasta ahora, la idea no preocupaba demasiado en la dirección de ERC: estaban convencidos de que sus expectativas sólo podían subir en ese caso, y además así podrían poner las bases del cambio en las municipales de mayo del año que viene, en las que siguen siendo claros favoritos.
Pero incluso eso ha cambiado por un factor externo al escenario catalán: la irrupción de Podemos. Según el último sondeo del Centro de Estudios de Opinión (CEO) de la Generalitat, el partido de Pablo Iglesias podría obtener hasta 11 diputados claves en el Parlament. Además, podría frenar la lenta pero constante implantación de Esquerra en los feudos socialistas de Barcelona y sus alrededores, a la que Junqueras confiaba parte de su crecimiento electoral.
Mientras su equipo prepara con mimo un lanzamiento mediático que le permita competir en ese campo con Mas, el carácter de Junqueras sigue siendo un gran enigma para la mayoría de catalanes. Es inteligente y pedagógico, y ha luchado contra el sectarismo que su partido ha mostrado en el pasado. Sin embargo, quienes lo conocen dudan de que esté preparado para resistir una batalla de desgaste en la que los convergentes son maestros. «Si le tocan mucho las narices, se irá a su casa y punto», dicen. Porque quiere la independencia, pero no le interesa el politiqueo.