JOSÉ MANUEL GARCÍA-MARGALLO-EL MUNDO
Con una aciaga coyuntura económica, el autor apuesta por abordar en España una segunda transición que revise la Constitución, actualice el sistema tributario y reforme nuestro sistema productivo.
Christine Lagarde llega en circunstancias muy diferentes a las que llegó su antecesor: la economía europea está en mejor situación que la que heredó Draghi, pero en los últimos meses ha entrado en un periodo de desaceleración y, lo que es peor, en el horizonte se otean nubarrones. Y es un hecho que hoy disponemos de menos pólvora para luchar contra una posible recesión. La política monetaria no puede dar mucho más de sí, y es utópico creer que podemos tirar de la política presupuestaria cuando estamos endeudados hasta las cejas. No parece tampoco que haya líderes capaces de poner en marcha un proceso de reformas estructurales ambicioso. Como recuerda Juncker, el presidente saliente de la Comisión, nuestros dirigentes saben lo que hay que hacer, pero no saben lo que hay que hacer para ganar unas elecciones después de haber hecho lo que había que hacer. Pero vayamos por partes.
Los principales indicadores económicos alertan de que podemos entrar en recesión dentro de unos meses. Cada vez que el rendimiento del bono soberano a diez años ha sido menor que el del bono a tres meses se ha producido una crisis más pronto que tarde. Eso es lo que pasó en Francia (1970), en el Reino Unido (1980), en Alemania (2000) y en Estados Unidos (la crisis puntocom de 2001). La curva de rendimiento americana se invirtió en marzo y la cosa sigue igual ahora. Las compras de las empresas han caído estos últimos meses, lo mismo que el promedio de horas trabajadas en el sector manufacturero. Cierto es que las cifras de crecimiento y desempleo, y los índices bursátiles americanos señalan que el periodo de crecimiento de la economía americana ha sido el más largo desde la Segunda Guerra Mundial. Pero eso no es nada tranquilizador porque, como dice el Génesis, a unos años de vacas gordas siguen inexorablemente otros de vacas flacas.
¿Qué hacer si se confirman estos pronósticos? Lo más importante es hacer un diagnóstico correcto. Nouriel Roubini (The Anatomy of the Coming Recession) cree que la crisis que viene no será una crisis de demanda como la de 2008 sino una crisis de oferta provocada por tres causas: la guerra comercial y de divisas entre China y los EEUU, la guerra por el control de las nuevas tecnologías y la posible subida del precio del petróleo si se complica la situación en Irán. Por no hablar del Brexit o de Argentina. Aviso a navegantes: si cae la tormenta, los europeos seremos los más perjudicados porque dependemos más de las exportaciones que otros: en 2017, representaron el 27,9% de nuestro PIB, mientras que en los Estados Unidos no superaron el 12,1%. Lagarde no ha compartido explícitamente este diagnóstico, pero he deducido de su lenguaje verbal que sí está de acuerdo y ha dicho algo evidente: no es lo mismo luchar contra la inflación, que es lo que hemos hecho históricamente, que luchar contra la deflación.
Siendo distinta la naturaleza de la enfermedad parece evidente que las terapias no pueden ser las mismas. Lagarde no se ha mojado demasiado; se ha limitado a señalar que la política monetaria debe seguir siendo muy acomodaticia en un horizonte previsible, pero no ha querido ir mucho más lejos. Lo que sí ha precisado –con rotundidad incluso– es que no está dispuesta a actuar como el llanero solitario como hizo Draghi; pretende que las demás instituciones europeas y de gobiernos nacionales colaboren con ella en mantener el barco a flote. En materia presupuestaria se ha mostrado partidaria de flexibilizar el Pacto de Estabilidad y Crecimiento y ha invitado a los alemanes a embarcarse en una política fiscal más agresiva. Pero donde ha insistido más es en la necesidad de abordar las reformas necesarias para preservar la integridad de la eurozona.
Como en Deusto me enseñaron a decir las cosas y no cosas he terminado mi intervención con algunas conclusiones en forma de preguntas. ¿Hasta dónde pueden caer los tipos de interés sin afectar a la rentabilidad de los bancos y la estabilidad financiera? ¿Va a seguir el BCE aferrado a la norma que relaciona qué deuda comprar con el tamaño de la economía, o va a ser más flexible para premiar a los países que se embarquen en un proceso de reforma y penalizar a los que sigan anclados en el pasado? ¿Cree que el Banco Central debe seguir limitando sus tenencias de deuda a un tercio de la deuda de cada país o que podría estirarse un poco más? ¿Seguirá el BCE primando la compra de bonos públicos o comprará más bonos corporativos? ¿Podría ampliarse la política de flexibilización monetaria a la compra de bonos bancarios? Me ha prometido que de eso hablaremos pronto. Ya les contaré.
Y eso me lleva a volver a hablar de España. No necesito extenderme mucho sobre la situación de nuestra economía porque lo ha hecho recientemente mi correligionario Daniel Lacalle: «Un país como España, con el segundo mayor porcentaje de deuda externa del mundo, alto desempleo, un sector empresarial pequeño y frágil e importantes desequilibrios fiscales y comerciales, no puede ignorar los riesgos a los que nos enfrentamos, sobre todo cuando los datos internos empeoran a ojos vista… es hora de dejar las políticas de demanda y aplicar políticas de oferta» (Argentina y Alemania, más señales de alarma, 17 Agosto). La conclusión que saca Lacalle de estos datos es la misma que la avanzada por Roubini: «Es hora de dejar las políticas de demanda y aplicar las políticas de oferta». Y eso exige coger el toro por los cuernos y reformar nuestro sistema productivo de arriba a abajo.
SI SE ME PERMITE la humorada, recordaré que en España todo dura 40 años; la primera Restauración duró 40 años, lo que va de Cánovas (1875) a Dato (1921); la Dictadura duró otros 40 años, (1936-1975); la Transición empezó en 1977 y terminó cuando en 2015 y precisamente como consecuencia de la crisis saltó por los aires el bipartidismo. Lo que ahora toca es empezar una segunda transición que actualice nuestro sistema de convivencia: revisión de la Constitución para adaptarla a los nuevos tiempos, reforma de las instituciones públicas (Senado, Justicia), actualización del sistema tributario, incluyendo la financiación de las Comunidades Autónomas y de la Seguridad Social y un aggiornamento de nuestro sistema productivo para ganar en productividad y hacer así posible el aumento de los salarios y el sostenimiento del Estado de Bienestar.
Es obvio que esta segunda transición no puede abordarse sin un acuerdo de los tres grandes partidos constitucionalistas –el PSOE, el PP y Ciudadanos–. Ni el PP ni Ciudadanos aceptarían nunca un gobierno de coalición con Sánchez por separado porque eso supondría ceder al otro el monopolio de la oposición. Tienen que entrar los dos. Como he dicho en otra ocasión, conociendo a Sánchez, esta grosse koalition solo será posible si se basa en un acuerdo muy concreto y para un periodo determinado. Más o menos lo que se hizo en 1977 con los Pactos de la Moncloa y la Constitución de 1978. Una especie de Union sacrée que bien podría llamarse Juntos por España. Si no lo hacemos por patriotismo, hagámoslo para que la crisis que se otea en el horizonte no se lleve por delante lo que tantos años nos ha costado hacer. Concluida la tarea, se disuelven las Cortes y al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.
José Manuel García-Margallo y Marfil, eurodiputado, ha sido ministro de Asuntos Exteriores.