La anomalía política, ética y estética que vive España ha escalado hasta el esperpento con la reunión a puerta cerrada de este sábado en Ginebra entre PSOE y Junts, que ha consumado la primera estación de esta negociación sobre materias enormemente sensibles a espaldas de los ciudadanos. Una sustraída al ámbito parlamentario y nacional y suplantadora de la función arbitral del jefe del Estado.
Resulta surrealista la imagen de los periodistas españoles persiguiendo a Santos Cerdán y Miriam Nogueras por los aeropuertos y por las calles de la capital suiza, a la caza de información sobre el lugar, los asistentes y la agenda de estos encuentros, que las delegaciones se resisten a hacer pública.
Porque aunque Cerdán trató de tranquilizar a la prensa garantizando que tendríamos noticias pronto, la reunión no se saldó ni siquiera con una comparecencia para informar sobre lo tratado. Y mientras el secretismo sigue envolviendo estas citas, lo único relevante que ha aportado el comunicado conjunto de PSOE y Junts es la identidad del portavoz o coordinador de los verificadores.
La elección como árbitro de la mesa del diplomático salvadoreño Francisco Galindo Vélez denota una apuesta por un perfil discreto. Pero, al mismo tiempo, su designación, por lo que implica, hace que el planteamiento de la negociación revista aún mayor gravedad.
Porque Galindo Vélez es un experto en resolución de conflictos armados con experiencia en las negociaciones entre la guerrilla de las FARC colombiana y el gobierno de Juan Manuel Santos, en las que actúo como observador.
Como relata la analista Érika Rodríguez a este periódico, PSOE y Junts están dando a las conversaciones la apariencia de una negociación para la estabilización postconflicto, como las que han tenido lugar en Colombia y El Salvador. Lo que caracteriza a estas interlocuciones es que en ellas existe una gran distancia y una enorme desconfianza entre los que se sientan a la mesa, lo cual justifica la participación de un árbitro que dé confianza a las partes en la neutralidad del proceso y permita acercar posturas.
El problema es que este absurdo cambalache al que se ha prestado el Gobierno no es ni remotamente comparable a un proceso de paz. Como aclara Rodríguez, tal formulación supone declarar al otro un sujeto político beligerante. Lo cual es ridículo, en la medida en que Cerdán y Nogueras son dos diputados del Congreso español. Y sus partidos, dos fuerzas con representación parlamentaria que ya participan del juego democrático y están insertas en el marco institucional que habilita los foros de discusión pertinentes.
No hay por tanto ningún motivo (más allá de la claudicación ante la imposición por Junts de internacionalizar el conflicto con un relato tergiversado) para que el principal partido del Gobierno celebre encuentros con un rival político en un país extranjero y bajo la supervisión internacional.
Es impropio de una democracia que parte de su producción legislativa se esté pergeñando sin la transparencia y la publicidad que permiten las garantías procedimentales de los canales políticos previstos. Y por eso el PP, con toda la razón, exigirá mediante su fuerza en el Congreso, el Senado y el Parlamento Europeo que el Gobierno rinda cuentas ante las Cortes españolas e informe del contenido de las reuniones, del orden del día, de los acuerdos alcanzados, y sobre la identidad de los mediadores internacionales «que tanto se afanan en ocultar».
Pero es directamente escandaloso que un Gobierno tolere el diseño de una dramaturgia pensada para conferir al hostigamiento del independentismo un estatus de conflicto internacional que exige la intervención de relatores vinculados, como Francisco Galindo o el Centro Henri Dunant, a la resolución de conflictos armados.
Al igual que en la Exposición de Motivos de la Ley de Amnistía, Pedro Sánchez no parece consciente de lo peligroso y pernicioso que resulta abonar una narrativa transicional que es justamente la que los independentistas están componiendo para forzar un cambio de régimen.
La elección de unos verificadores que intervinieron en el desarme de ETA y de las FARC constituye un triunfo discursivo evidente del separatismo, que a ojos del mundo puede haber conseguido trasladar una imagen en la que el Gobierno español se presenta como un Estado represor que persigue la disidencia política.