Kepa Aulestia-El Correo

Las declaraciones de la vicepresidenta tercera del Gobierno, Teresa Ribera, respecto a las actuaciones del juez de la Audiencia Nacional Manuel García Castellón en la investigación de Tsunami Democràtic, a las que nos tendría «acostumbrados» en «momentos sensibles», fueron ayer el contrapunto de la nota hecha pública por el Ministerio de Justicia en defensa de «la labor de juezas, jueces, magistradas y magistrados frente a cualquier cuestionamiento». Y de las manifestaciones que otros miembros socialistas del Gobierno desgranaron a continuación mostrando su respeto a las decisiones judiciales. Ni el marco en que se pronunció Ribera, una entrevista agendada, ni la extensa exposición de su crítica al proceder de García Castellón, permitían pensar que se trataba de algo improvisado.

Las sospechas sobre toda resolución judicial que aporte argumentos a la diatriba partidaria, o que se produzca en un momento políticamente sensible, ha sido una constante desde el restablecimiento de la democracia. Porque han sido excepcionales los contados meses en los que la confrontación entre formaciones con representación parlamentaria no se ha cruzado con causas judiciales de distinta naturaleza. De nuevo el término terrorismo parece desbaratarlo todo. Porque vuelve a ser todo y nada en la colisión diaria entre relatos sobre lo que pasaba hasta ayer mismo.

La decisión del Tribunal Constitucional rechazando la repetición del juicio a los responsables de ‘Bateragune’ cumpliría con los dos requisitos que, según la vicepresidenta Ribera, describiría toda intromisión de instancias ajenas a una política libre. Coincide, por así decirlo, con la moción de censura que ha permitido a EH Bildu recuperar la Alcaldía de Pamplona. Y ha permitido a Arnaldo Otegi presentar el caso como muestra del ‘lawfare’ judicial que habría tratado de perpetuar la presencia del terrorismo como argumento para cegar el tránsito de Euskal Herria a una nueva etapa histórica. Con lo que el TC habría contribuido a blanquear definitivamente a la izquierda abertzale, cuyo desarrollo natural –según Otegi– habría intentado coartar nada menos que el Tribunal Supremo.

La legitimidad de que un grupo autodenominado Tsunami expresase su reivindicación de independencia para Cataluña bloqueando el aeropuerto de El Prat se situaría por encima de los inconvenientes causados. El empeño puesto por Otegi, Rodríguez, Zabaleta y Díez para superar el «conflicto armado» no debió abrir causa alguna, dado que propició el desarme y la disolución de ETA. Son los efectos últimos imputables a la acción de los encausados los que, precisamente, cuestionarían la intervención de jueces y tribunales. Es decir, la amnistía. Porque Tsunami Democràtic ya no existe desde el momento en que Carles Puigdemont y Marta Rovira secundaron la investidura de Pedro Sánchez. Y ya es impensable aducir que, en su labor de acompañamiento, Otegi, Rodríguez, Zabaleta y Díez mantuvieron viva a ETA sin seguridad alguna de que ésta desapareciera finalmente.