EL CORREO 30/06/14
J. M. RUIZ SOROA
· Es preferible una resolución judicial justa por mucho que resulte incomprensible, ofensiva o escandalosa para la opinión general, a una resolución políticamente correcta pero injusta
Un reciente editorial de este periódico (EL CORREO 26/06/14) sentaba como principio fundamental en la solución judicial del caso de la infanta Cristina de Borbón el de que «lo que ha de quedar a salvo ante todo en la resolución del caso Urdangarin es la confianza de los ciudadanos en la Justicia». Más claro, agua: lo relevante no es la justicia de la resolución que se adopte, lo importante no es el respeto al principio de tutela judicial efectiva de la acusada, no, el objetivo a perseguir es dar satisfacción a la opinión pública, puesto que sólo si se satisface a ésta se conseguirá que mantenga su confianza en la Justicia como institución. Terrible.
Es una afirmación que pone de manifiesto con toda nitidez el altísimo grado de perversión de los principios jurídicos básicos del sistema penal a que puede conducir el hecho de que un juicio concreto esté cargado de morbo pueblerino y de connotaciones políticas. Puede llevar, como lo muestra este editorial, a proclamar que el fin esencial del proceso penal no es el de hacer justicia en el caso concreto de acuerdo con los hechos probados y su integración legal, sino dar satisfacción a la opinión pública: «Salus populi suprema lex», dijo Cicerón. Lo que sucede es que en su época no se habían inventado los derechos fundamentales de las personas y, por ello, se podía condenar a un inocente con la excusa de que el bien del pueblo lo hacía conveniente. Estilo Pilatos.
Colocar el ‘sano sentido del pueblo’, el ‘sentido común’, ‘la confianza de la ciudadanía’ o ‘el principio de oportunidad’ como criterios guía de la decisión de un juez o tribunal en un caso criminal es una auténtica perversión del Estado de derecho. Quien así lo proclama está invitando a ese juez a tener en cuenta, a la hora de tomar su decisión, no sólo lo que su propio e independiente juicio sobre hechos y derecho le indican, sino también –y sobre todo– la previsible reacción de la opinión pública (llámesele ‘pueblo’ o ‘ciudadanía’) ante su decisión. Se le está diciendo que intente adecuar su decisión a lo que esa opinión parece mayoritariamente avalar, que no la decepcione, que tome por criterio el sentir del pueblo. Porque si no lo hace así estará ocasionando un mal democráticamente inmenso, estará decepcionando a la opinión y estará con ello desprestigiando al poder judicial.
No se trata sólo de que esa que se califica de ‘confianza de los ciudadanos’ en la Justicia no sea una opinión autónoma sino una opinión que ha sido manufacturada por los propios medios que ahora se remiten a ella. No se trata sólo de que ese ‘sentido común’ de la ciudadanía ante un caso penal técnicamente muy complicado pero moralmente muy simple carezca de cualquier fiabilidad y no merezca apenas respeto. No se trata del hecho patente de que, en los tiempos que corren, un miembro de la realeza que se ha visto implicado en conductas tan turbias como las que se juzgan en Palma está condenado de antemano por la opinión pública. No se trata de la circunstancia evidente de que la opinión pública hace juicios morales mientras que los tribunales efectúan juicios conforme a derecho. No, no se trata sólo de eso, ni sólo de la insoportable levedad de eso que se llama opinión pública. Se trata, ante todo, del principio esencial de que el proceso penal no está al servicio sino de la justicia, nunca de la oportunidad política o social. Que es preferible (es exigible) una resolución justa por mucho que resulte incomprensible, ofensiva o escandalosa para la opinión general, a una resolución políticamente correcta pero injusta. Los jueces no aplican la ley para satisfacer a algo tan vaporoso como la opinión –o no deberían hacerlosino para dar a cada uno lo que le corresponde, sea esto lo que sea.
Lo cual es más evidente aún si lo miramos desde la perspectiva del acusado o imputado, que es la perspectiva esencial del proceso penal como acto de ejercicio del poder punitivo del Estado sobre la persona. Todos los acusados tienen derecho a que se les juzgue exclusivamente por sus actos y que, a la hora de condenarlos o absolverlos, se tenga en cuenta única y exclusivamente la prueba practicada y la convicción del juez sobre su culpabilidad o inocencia. Es en esto que todos los acusados son iguales, que tienen los mismos derechos. El derecho, por ejemplo, a que el juez no mire de reojo a la sagrada opinión pública y se pregunte con inquietud: ¿qué opinará el pueblo si le absuelvo, o si le condeno, lo entenderá o pensará que soy un pelele? El derecho a que el juez no esté pensando, además de en la inocencia o culpabilidad del acusado, en las consecuencias políticas de su decisión: ¿mejorará la confianza de los ciudadanos en la Justicia si le absuelvo o si le condeno? El derecho a que el proceso penal sea un reducto cerrado donde ni el moralismo ni la opinión pública pueden entrar. Es a ese juicio al que la Infanta, como cualquier ciudadano, tiene derecho; y es el derecho que se le niega cuando se recomienda al tribunal tener en cuenta a la opinión.
Hay quien cree que si los jueces se vuelven sensibles a las corrientes de la opinión pública y adecúan sus decisiones a las mareas momentáneas de esta opinión la justicia misma mejora, se hace más cercana, más humana, menos elitista, menos abstrusa. Cómo no, sin duda, se hace más simpática pero, ¿de verdad creen que se hace más justa?