Ignacio Camacho-ABC

  • El pulso al poder judicial está en punto crítico. O triunfa la separación de poderes o el sistema se precipita al abismo

El conflicto con la justicia es el hecho clave del mandato sanchista. Todos los gobiernos de la democracia han tenido problemas judiciales, algunos muy serios, digeridos con mayor o menor respeto, pero sólo el actual ha llevado la cuestión al enfrentamiento abierto. En realidad se trataba de una colisión inevitable, habida cuenta de que esta legislatura quedó viciada desde su mismo nacimiento por el monumental desafío a las reglas del juego que suponía una amnistía encajada en el ordenamiento a martillazos tan groseros que su aplicación aún está pendiente de la revisión del tribunal europeo.

Pedro Sánchez llegó al poder sin mayoría, mediante una alianza con fuerzas de trayectoria delictiva: legatarios de ETA y promotores convictos de la entonces reciente insurrección separatista. Una afinidad política por las malas compañías que en términos psiquiátricos se aproxima mucho al llamado ‘síndrome de Bonnie and Clyde’ o fenómeno de hibristofilia. Pero fue el pacto bastardo con Puigdemont el paso que cruzó la última línea, la del desbordamiento constitucional y la reducción del espíritu y la letra de la Carta fundacional a un mero enunciado relativista sin autoridad jurídica. Ese salto cualitativo proyectó la sombra de una investidura ilegítima.

Desautorizados de manera desaprensiva y hostil, los jueces han visto amenazada su autonomía jurisdiccional y cuestionada su función en el mecanismo de equilibrios democráticos. Y la situación se ha agravado al estallar escándalos de corrupción que afectan al Ejecutivo, al Partido Socialista y al propio presidente en su ámbito familiar más inmediato. Los inaceptables ataques al trabajo de la magistratura, acusada de conspiración en un tono cada vez más alto, han provocado un choque institucional que sacude la estructura del Estado.

El sanchismo exige togados sumisos, acostumbrado como está a invadir todo el espacio público con fámulos a su servicio. Sucede que en su ofensiva ofrece el flanco débil de un entorno poco limpio. El inédito espectáculo de un fiscal general procesado hablando en nombre de la carrera ante los magistrados que con alta probabilidad lo van a someter a juicio culmina por ahora una anomalía a punto de alcanzar el grado crítico en que o triunfa la separación de poderes o el sistema entero se precipita al abismo.

El discurso firme de la presidenta del Supremo permite albergar cierta esperanza de que la ley y sus garantías prevalezcan sobre la atmósfera espesa de una confrontación atizada con técnicas populistas y voluntad literalmente torticera, es decir, injusta, no conforme a derecho (DRAE), de arbitrariedad manifiesta. La diferencia entre un régimen liberal y una autocracia reside en la superioridad de la norma como herramienta reguladora de la convivencia. Y no es necesario señalar lo que pasa en una sociedad abierta cuando ese principio elemental se quiebra.