Miquel Giménez-Vozpópuli

Creyeron ser los dueños de la época, de la hora, del minuto, proclamando su poder con discursos cargados de orgullo borracho. Habían de caer, inevitablemente, bajo la férula del destino, el mismo de quien nos advertía Churchill cuando escribió que siempre hemos de toparnos con él, incluso cuando tomamos caminos para evitarlo.

La decadencia de la ex Convergencia y el inevitable enfriamiento de las masas separatistas en la calle son fenómenos políticos parejos que son el mismo fracaso. El proceso fue engendrado por la derecha catalana de Pujol, una derecha, si cabe, más sectaria, prepotente y corrupta que cualquier otra en esta tierra. Nació del viejo racismo en el siglo XIX, rancio y esclerótico, para no cambiar ni una coma en toda su malhadada existencia. Así continúa y, para comprobarlo, no hay más que leer las soflamas que emiten los hijos del pujolismo, siempre repletos de odio a lo distinto, a lo que no sea suyo. Un personaje que friega con lejía la plaza del pueblecito de Amer por la que ha transitado Inés Arrimadas o unas personas que llevan a cabo una ridícula performance por las calles de Berga sacándose cordones amarillos de sus bocas son ejemplos, risibles, sí, pero peligrosos de esto que decimos. Lo son en tanto que irracionales, pueriles, sin la menor sustancia salvo el odio al contrario. Que nadie se equivoque, en el infantilismo de esas gentes se encuentra anidado el gusano del totalitarismo destructor, pues nada hay más cruel que un niño que rompe el juguete si no sabe como hacerlo funcionar o no le gusta.

Convergencia, que usó mucho antes que Vox el lema “Primero, los de casa”, ha asistido con horror al hundimiento de su entramado político en beneficio de otros. Pujol tuvo que confesar, aunque fuese con la boca pequeña, su delito de evasión de capitales, así como dos de sus hijos conocen los presidios españoles por asuntos de corrupción. De momento. Artur Mas inhabilitado y con un multa onerosa que satisfacer, Puigdemont fugado cobardemente de la justicia española y Torra reducido al triste papel de pregonero de una fiesta mayor que ya no se prevé risueña y soleada, he ahí el amargo resultado de tantos años de poder despótico ejercido con rabia y un afán de un lucro desmedido.

Sería bueno para la sociedad catalana, que, esperamos, ha de sacudirse de encima algún día todo el lodo que han vertido encima suyo, recordar a nuestro viejo maestro Plutarco cuando recomendaba que debíamos confiar en las acciones de las personas y no en sus discursos

Los responsables de esta caída de la formación que fue todo en Cataluña y en España, jactándose de ser más inteligentes que sus homólogos vascos, ese PNV de sotana, carlismo ultramontano y contemporizador con los pasamontañas, asisten al momento presente sin saber reaccionar. Ven como, por más empeño que pongan, sus antes multitudinarias proclamas a ocupar las calles son un sonido triste, débil, seguido por los nacionalistas más exacerbados, los mismos que coreaban a Marta Ferrusola como prototipo de mujer o aclamaban a Pujol en un éxtasis totalitario. Aquellos ecos devienen en las personas que ahora salen en la calle a gritar que no se rinden, que la independencia seguirá adelante pese a quien pese. Para disimular su escasa importancia han de intentar sumarse al de otras formaciones, al de otras voces que vienen a ocupar lo que antaño fue plaza inexpugnable de esa derecha extrema y soberbia.

De ahí nace su deseo casi angustioso de sumar a Esquerra, a los Comuns, a las CUP, incluso, venciendo su natural repugnancia, al PSC. Su voz antaño autocrática y prepotente se ha quedado en un susurro quebradizo, tísico, digno de la Violeta del último acto de La Traviata. Precisan la sangre joven de los otros separatismos para vampirizarlos y poder seguir así un poco más, pero la caída del proceso gracias a la acción de la justicia y la de los convergentes debido a lo mismo, aunque por otros motivos, es inevitable.

 En suma, el egoísmo desmedido de los neo convergentes los ha llevado al ridículo extremo de contar en sus exiguas filas con naderías como Eduard Pujol, a que sus acólitos hagan cosas en público que sonrojarían a cualquier persona sensata, a tener como líderes insignificancias como Puigdemont o, ¡ay!, a creer que los mejores defensores de su causa son periodistas chambones y vocingleros a sueldo. Es justicia poética que el hundimiento de esa balumba enorme se lleve a cabo en las calles por personas anónimas, con capacidad de razonar y del ridículo inexistentes, embutidas hasta el galillo con toda suerte de consignas indigestas y odios africanos.

Sería bueno para la sociedad catalana, que, esperamos, ha de sacudirse de encima algún día todo el lodo que han vertido encima suyo, recordar a nuestro viejo maestro Plutarco cuando recomendaba que debíamos confiar en las acciones de las personas y no en sus discursos, porque nada abunda más en el mundo que los que, viviendo mal, hablan solo del bien.

Parecía estar hablando del de Waterloo y todos sus adláteres.