Ignacio Camacho-ABC
- El caso de Puigdemont demuestra que la dignidad del Estado de derecho depende de la entereza de un puñado de jueces
Al margen de cómo acabe la nueva peripecia de la saga-fuga de Puigdemont (tragicomedia coral sin número determinado de actos), el papel más digno, si no el único, del culebrón corresponde a la Justicia española personificada en el instructor Llarena y en los miembros de la Sala Segunda del Supremo. El primero por su tenacidad en perseguir el delito y los segundos por su temple al juzgar a los demás autores y su firmeza de criterio ante un indulto que suponía de hecho una revocación de la sentencia. En medio del desafuero general, de la vergonzante claudicación del Gobierno, de la intoxicación independentista, de la prejuiciosa actitud de los tribunales alemanes y belgas, del desentendimiento italiano y del recelo garantista
de la corte europea, nuestros jueces han sabido mantenerse en el desempeño de su obstaculizado deber de defensa del orden jurídico quebrantado durante la revuelta. Y no resulta fácil esa tarea cuando el simple hecho de atenerse a la ley es objeto de señalamiento y de sospecha y cuando la política ensucia y entorpece el trabajo de los magistrados con presiones, acosos, descalificaciones e interferencias.
Sólo la entereza judicial responde al interés general de los ciudadanos en un caso contaminado de agitación populista, argumentos falsos, ataques a la separación de poderes y decisiones ejecutivas de sesgo arbitrario. Sólo los ropones se atienen a su función de preservar la razón del Derecho propia de un país democrático, ajenos al oportunismo de las alianzas electorales y las melindrosas apelaciones a la concordia y al diálogo. Sólo ese puñado de funcionarios reacios a dejarse torcer el brazo conserva a salvo el maltrecho decoro de las instituciones del Estado. Y ese esfuerzo a contracorriente, en éste y en otros sumarios de repercusiones delicadas, lo están pagando con la amenaza de un asalto para reducir su autonomía de ejercicio a un mero principio escrito en papel mojado.
Puigdemont podrá volver por ahora a Bruselas porque la jurisprudencia sobre inmunidad del Tribunal de Luxemburgo le ofrece varias grietas. Pero si pudo ser detenido en Cerdeña -quién hubiese podido contemplar su cara de estupor- se debe a la paciencia y a la perseverancia de Llarena, para quien la causa del ‘procés’ sigue abierta hasta que su último presunto responsable rinda cuentas. A despecho de las intimidaciones que ha sufrido en su propia familia y en su residencia catalana continúa monitorizando los movimientos del prófugo con la euroorden activada, en la esperanza de que un día pueda ser extraditado a España. Frente a la connivencia gubernamental con una cuadrilla de delincuentes, él y sus colegas se han convertido en el trasunto del célebre pelotón de Spengler. Ahora no es el futuro de la civilización sino el honor de nuestro sistema constitucional el que depende de la integridad y la determinación de un puñado de jueces.