ABC 23/05/17
RAMÓN TRILLO, EXPRESIDENTE DE SALA DEL TRIBUNAL SUPREMO
· «Sin la tragedia de muerte y violencia que envolvió el caso vasco queda la sustancia en Cataluña de un intento de reto frontal al Estado, ante el que éste no puede descuidar el Derecho como su gran fuerza legitimadora»
EL anterior presidente del Tribunal Constitucional, Francisco Pérez de los Cobos, decidió colgar un inesperado pliego de cordel del acto de toma de posesión de cuatro nuevos magistrados y de su despedida como miembro del Tribunal. Se trataba de un aserto sobre la cuestión catalana que vino a fijar la idea de que es el diálogo, que a su parecer urge, y no la vía judicial, el que puede y debe solucionar definitivamente un problema cuya sustancial naturaleza es política, con evocación de una sentencia del año 2014 en la que el propio Tribunal se había pronunciado sobre la declaración de soberanía del Parlamento de Cataluña. Esta tesis se puede resumir en términos de que no hay tal soberanía, aunque en cualquier momento los catalanes pueden expresar a través de sus representantes la voluntad de que su estatus jurídico-político sea modificado. Son los poderes públicos los llamados a resolver mediante el diálogo los problemas que por ello se originen, siempre que el procedimiento de resolución respete el marco constitucional.
Contesté yo con lo afirmado en su día por el Tribunal Constitucional. Pienso, sin embargo, que también ha de figurar en el plano de lo irrenunciable, operativo y políticamente visible la presencia de la fuerza serena del Estado que se expresa en las decisiones judiciales. Es la combinación de que el Estado mantenga su disposición para el diálogo, pero también la exigencia de una serena racionalidad jurídica, la que mejor puede despejar un panorama que las pasiones tienden a enturbiar. En contra de un cierto y difundido pensamiento de algodón en rama, la fuerza razonada de la Justicia de la que se sirve un Estado de Derecho es una especie que sin duda coacciona, pero que también impresiona a las instituciones y moldea el espíritu de los ciudadanos. No me cabe la menor duda, por ejemplo, de que la intensidad de su poder con la que el Estado se vio obligado a hacerse presente en el País Vasco en el combate contra el terrorismo –sin acudir a otra potencia final que a la ordinaria que la Constitución reconoce a los jueces, sin rendirse a tentadoras llamadas de excepcionalidad– constituye un dato que forma parte sustancial del proceso de pacificación de los espíritus y de responsabilidad institucional que avanza en aquella tierra.
Por supuesto que sin la tragedia de muerte y violencia que envolvió al caso vasco queda la sustancia en Cataluña de un intento de reto frontal al Estado, ante el que éste no puede descuidar el Derecho como su gran fuerza legitimadora. Pero visto que el Estado sí está siendo beligerante en el mantenimiento de la legalidad, y que incluso el Gobierno sufre con frecuencia el reproche de haberse centrado exclusivamente en la posición legalista, conviene hacer alguna observación. Habría que determinar los márgenes dentro de los cuales el sentimiento y las convicciones ciudadanas limitarían las opciones de los políticos a la hora de alcanzar acuerdos por la vía del preconizado diálogo que desbloqueasen una extendida sensación de que corremos hacia el precipicio.
Con el vigor de la evidencia, se aprecia que una de las ideas que formaría nube en torno al eventual diálogo sobre las relaciones entre Cataluña y el resto de España es la de si todas las comunidades autónomas han de cobijarse constitucionalmente dentro de un esquema sustancialmente igualitario de competencias y de relaciones entre ellas y con el Estado. O si a alguna –en este caso Cataluña– cabe darle un régimen de integración peculiar, apartado del común.
Esta dialéctica debería afrontarse teniendo como punto de partida dos hechos políticos especialmente relevantes en una democracia, como lo son sendas convicciones de una amplia aceptación popular. Por un lado, la muy intensa incomodidad en España que se ha fijado en la mente de muchos catalanes, convicción azuzada sin tregua por los políticos que están en esta línea y combatida con temerosa ambigüedad por muchos de los que no comulgan con ella. Enfrente, el potentísimo hecho político de la existencia de una amplísima convicción en el conjunto del pueblo español de que no debe darse ningún trato sustancialmente diferenciado a ningún territorio en cuanto a su esencial consideración política dentro del sistema constitucional, ante la vehemente sospecha de que otra cosa atentaría a la sacra igualdad de todos los españoles.
Transversales y en cruce con estas convicciones, hay dos pulsiones que las alteran o matizan y que –a mi entender– perjudican en un caso nuestra pacífica y constitucionalizada convivencia y pretenden una limpia claridad en el otro. En cuanto a lo segundo, existe la sensación en la ciudadanía de que el sistema autonómico debe de ser sometido a una limpieza, a un clareo que mejore su funcionalidad y blinde la igualdad. Lo primero, por su parte, resulta perjudicial para la continuación de nuestro secular camino andado en común. Se trata de la evolución en Cataluña desde un desazonante y difuso sentimiento de «incomodidad» del que hablaba Jordi Pujol hacia la insana diana de la secesión, con abandono progresivo de una posición simplemente reformista del Estatuto en la que Cataluña –todo hay que decirlo– pone en entredicho el importe de su contribución, pero nunca negó el principio de solidaridad interterritorial.
Han de añadirse, además, dos convidados de piedra en el debate: los regímenes especiales del País Vasco y Navarra, que los españoles aceptamos pacíficamente. Este heco contrasta con un cierto furor uniformista que quizás alcanzó su clímax jurídico en la, a mi modo de ver, tan dudosamente constitucional como pintoresca propuesta conocida como «cláusula Camps» para el Estatuto Valenciano: para mí todo lo que se apunta en este Estatuto y, además, todo lo que a mayores aparezca apuntado en el resto de los Estatutos.
Se hacen así presentes, en el tema del zafarrancho catalán, dos ceñidores que dan obligada forma a la ruta a transitar.
El uno, la Justicia, obligada portadora de las serenidades y templanzas a la que es llamada por la Ley, pero a la vez ineludible, notas bien aparecidas en las recientes sentencias del Tribunal Supremo y del Tribunal Superior de Cataluña, suavemente inhabilitadoras de algunos de los políticos catalanes más metidos en el tema del referéndum.
El otro ceñidor son las convicciones ciudadanas, una cuestión política de base de la que no pueden prescindir los políticos en una democracia, pero que a la vez –y a diferencia de la Justicia– ofrecen plasticidad para ser movidas, alteradas, y flexibilizadas por la capacidad de convocatoria, de discurso y de ofertas de novedad alumbradas por los propios políticos, que al mismo tiempo no pueden dejar de atenderlas. Es aquí, en esta fase plástica, moldeable, donde a veces parece que a los adalides les faltan ideas para incorporar al cesto del dialogo, y dan una cierta sensación de sequedad.
—Y usted que tanto dice, ¿tiene alguna que aportar?
—No soy de los llamados, pero parlarem…